“Hay dos formas de pensar en mi niñez. Desde una perspectiva, la infancia completamente convencional, un tanto solitaria, de un niño londinense de clase media-baja en los años cincuenta. Desde otra, la exótica, distintiva y, por tanto, privilegiada expresión de la historia de mediados del diglo XX de los emigrantes judíos procedentes de Europa Central y del Este” (Tony Judt. Pensar el Siglo XX, ed Taurus)

Arranco mi fin de semana de silencio con el eco de las palabras de Tony Judt, que comienza así su libro “Pensar el siglo XX”. Tengo la sensación de que la vorágine que nos envuelve en el siglo XXI exige pararse un rato y pensar lo que fueron los años precedentes. Mis amigos intelectuales vomitarán sobre mi elección literaria. “¿Judt, ese judío vendido al pensamiento de masas? Así no hacemos carrera contigo, nena”. Saben ellos que la cabra tira al monte y soy más de novela que de ensayo, pero una fuerza interior me ha hecho elegir este entre los libros de la estantería que tenía postergados hasta encontrar el momento oportuno.

Pensamiento o acción. Cuando estás estresado no te paras a pensar cuál será tu próximo movimiento sobre el tablero de ajedrez. Yo prefiero la acción, pero no la acción enloquecida. Me exaspera la falta de determinación de quienes deben hacer jaque mate y se lo piensan y lo mastican y lo regurgitan. Anoche, en mi tertulia radiofónica, alguien recordaba la frase de Rajoy que venía a decir que no tomar una decisión era en sí mismo una decisión.

Detesto a los indecisos. De adolescente solía acompañar a cierta amiga que se pasaba horas en el probador poniéndose una prenda detrás de otra y haciendo mohínes frente al espejo. “Qué te parece este?”, me interpelaba. “¿Y este otro? No sé….” Al final yo mentía con tal de empujarla a llevarse algo. O la esperaba en un bar cercano donde ahogar mi impaciencia con un chocolate con churros.

Pero no he llegado a Judt para hablar de indecisas remolonas, sino con el fin de parafrasear el arranque de su libro. Con la venia:

Hay dos formas de pensar en la niñez. La edulcorada y la descarnada. Desde una perspectiva uno tiende a rememorar los domingos en la Casa de Campo o las imitaciones del tío Augusto en bodas, bautizos y comuniones. Desde la otra, recuerda con dolor esas peleas en el patio del colegio, el sarcasmo mordiente de tal niña de la clase o la sensación de que eso tan horrible que sentías no era permeable al mundo adulto. “Cosas de niños”, te decían, y te daban una palmadita en la cabeza.

El otro día -lo conté en mi muro de Facebook- Minichuki (10 años) estaba abatida y nerviosa. Tardó mucho tiempo en confesarme por qué. Una niña de la clase había maltratado cruelmente a otra. “Le cogió su instrumento musical y sumuló que los destrozaba una y otra vez, mami. La pobre lloraba y le suplicaba que no lo hiciera, pero no se atrevió a chivarse a la profe”. Confieso que me entraron ganas de llorar. Visto desde fuera, aquella era una gresca más de las que ocurren en las aulas desde que los niños son niños. Pero la intensidad del sufrimiento de esa víctima, y del de mi hija, era absolutamente adulta, salvaje y desproporcionada.

¿Cosas de niños?

(Le hubiera dado una hostia, con perdón, a esa pequeña hijadeputa, con perdón).

La infancia, dije entonces, es la jungla. Con sus normas, con sus delitos. El señor de las moscas, esa magnífica novela de William Golding  lo cuenta muy bien aunque para ello tiene que situar a un grupo de niños en un escenario y situación extremos.

Recuerdo una época en la que en el camino entre mi colegio y mi casa, apenas 15 minutos caminando, nos esperaba un grupo de chicos con palos y piedras. Recuerdo el terror de regresar cada día. Esa punzada en el estómago. El alivio si no estaban. La adrenalina por las venas. El cuerpo tenso, preparado para salir corriendo. Y suplicar en casa que algún mayor fuera con nosotras. Y recibir por respuesta algo así como “esos son gamberros, ya se hartarán”.

Típica respuesta de adulto.

El miedo no tiene edad. La comprensión, parece ser que sí. El  bullying entonces no se definía con un término inglés. Era el siglo XX. Ese del que habla Judt a gran escala. A mí me hace pensar con dolor en la pequeña escala. Esa que vivimos todos y nos hizo cobardes, justicieros, indecisos o precipitados.