Al final me di cuenta de que mi madre tiene razón. Poner visillos a una casa es crucial. Varias semanas después, el boquete enorme de la ventana ha dejado de devorarnos con su lengua negra que cada noche te sumerge en la Alcarria más adusta y voraz. Una simple tela liviana y de sencillo algodón es un escudo contra el abandono, una manta cálida que huele a suavizante y a buenas intenciones.

Y entonces el azar te hace un corte de mangas y vuelves al tanatorio. Y te encuentras con tus tías, tus primos, y hay un aire festivo y nada culpable en el reencuentro que es casi un homenaje al que se ha ido.

Que dios me perdone -es una frase hecha- pero cada vez que contemplo un cuerpo sin vida tras un cristal en un velatorio estoy convencida de que va a abrir los ojos de golpe. Que esas 24 horas de obscena exposición son la moratoria de la parca. Que aún se le puede ganar la partida, que es un mal sueño y te han colocado ahí, en una cama estrecha, rodeado de velas de mentira y de flores con frases prefabricadas: “Tus hijos no te olvidan”.

¿Cómo te van a olvidar si te acabas de morir? (Si fuera dibujante de cómic pintaría un bocadillo en la boca del muerto que dijera “pa chasco”, eso tan de mi abuela).

Las cortinas en un velatorio son el final. Como en el teatro y en la ópera. La última ocasión de contemplar un rostro con cierta tersura que se hace llamar rigor mortis. Pero yo a mi tío prefiero recordarlo hace apenas unas semanas, saliendo de la misa funeral de su esposa, y con esas carcajadas que siempre se gastaba y que son tan de mi familia. O la pasada Nochebuena, cuando cenó en mi casa, ataviado con pajarita como un premiado de los Oscar, elegante y contento.

La dignidad del visillo

Los de su sangre, que es la mía, aliviamos el dolor mostrando dientes. Y ayer los hermanos nos juramentamos para no ser expuestos cuando toque cruzar el Hades detrás de un vidrio feo. No gastaremos en horribles coronas con frases de tebeo; haremos una fiesta y brindaremos por el que se ha ido. Y en lugar de cadáver podría implementarse un holograma o una proyección de fotos con los instantes más felices. Por ejemplo, yo en mi casa de pueblo ayer por la mañana, sentada contemplando los visillos, hipnótica perdida,  mientras J. colgaba unos pisos más arriba la estantería que compramos en Oviedo, y el rollo de papel pintado se quedaba esperando otro fin de semana, otro jubiloso desafío.

Hoy es el día de la Madre y estaremos con la mía en el cementerio, despidiendo a su hermano. Y no es un mal  plan, porque seremos todos. Y a la señora Muerte que le den; es tan previsible en su guión que no merece más que unas cortinas de raso acrílico que te dejan temblando, como nieve.