El capricho de las convenciones horarias me parece similar a los de las divas insoportables. “Haz algo con mi tiempo, Bautista”. Y Bautista, el pobre, se cala la gorra y se lleva a la rubia por caminos inhóspitos para eso que se conoce como “hacer tiempo”.

El tiempo ni se crea ni se destruye, sólo se malogra. Me acabo de inventar una ley de la Física.

El tiempo es un arma difícil de manejar. Viene sin instrucciones. Y si uno manipula un kalashnikov a su libre albedrío podría desencadenar la tercera guerra mundial en el rellano de su casa. Inmediatamente vendría la policía, las vecinas gritarían a cámara de eso de “parecía una familia muy normal” y saldríamos en los Telediarios. Así que una hora extra te puede llevar a la fama, convengamos. Y también al calabozo.

Una hora más, sesenta minutos de grandes ideas, arreglarían ese radiador que gotea desde hace tres inviernos. Es más, si lo hace un profesional, aún le sobrarían treinta minutos, y sería un dislate. ¿Qué hacer en casa con un fontanero ocioso treinta minutos? Para un escritor de novela porno la respuesta es evidente…“y aún le sobrarían 15, pequeña”. Pero no minusvaloremos el ingenio. Quince minutos de porno deberían sobrar para un desahogo facilón y un donut de chocolate.

El tiempo es una partida febril con uno mismo. Si te falta, te vuelves ansioso. Si te sobra, depresivo. Es menester, diría el experto terapeuta de los tiempos desacompasados- ajustar los proyectos al tiempo real. Evitar que se generen paradojas y molestas elipsis.

Si, pongamos que hoy mismo, nos sobrara exactamente una hora, sesenta minutos, tres mil seiscientos segundos, se me ocurre que podríamos salir a caminar a largos pasos, recoger setas de tres tipos, comprar un reloj dilatador y, con suerte, dormir una siesta de aproximadamente diez minutos y veinte segundos.

Y aún nos sobrarían unos instantes para maldecir a esos tipos sin nombre que nos joden dos veces al año con sus convenciones temporales.