Paul Lèautaud

Arranqué una página del periódico que hablaba de Paul Lèautaud, uno de esos escritores franceses que no aparecen en los listados de lecturas obligadas del colegio, ni siquiera en las enumeraciones. A mí me excitan los diarios, memorias, autobiografías como fascinante género literario cuando son de cierta calidad provocadora y resumen una época a través del estremecimiento de palabras (¡Ay, Stefan Zweig!). La apreciación morosa de lo pequeño que rodea la aún más pequeña cotidianidad elevada a los altares de la Prosa con mayúscula (“una prosa debe poder sostener el paso de una multitud que pueda avanzar sobre ella sin que el piso se quiebre“).

Y cuando el suelo se le mueve a él, a Paul Lèautaud, vuelve a leer a Stendhal.

Hace años que no leo a Stendhal pero disfruté enormemente con su “Rojo y Negro” en mi adolescencia buscona y removida. Los diarios, sin embargo, ocuparon buena parte de mi tiempo de lecturas los dos últimos años, descreída de novelas que no lograban atraparme más que un rato. De modo que me molestó cuando un conocido suplemento literario anunció con trompetas y tambores el hastío que, según ellos, producía la literatura del Yo.

El problema no es el yo, sino los yóes. Hay yóes enclenques, yóes soberbios, yóes imperiales, yóes sobrevalorados, yóes de una intensidad arrolladora que escriben y revientan las costuras del buen gusto…infinidad de yóes. No todos los ojos tienen la virtud de conectarse con los dedos y componer una magistral sinfonía de palabras. Hay quien escribe bonito pero lo que cuenta carece del más mínimo interés, aunque  tiene su público y una editorial dispuesta a arrasar media selva para perpetrar la obra. Hay quien alumbra historias musculadas pero desfallece en las formas, qué le vamos a hacer.

También hay, desde luego,  cursis que invocan adjetivos pomposos y se trastabillan con los verbos. Las palabras son vírgenes indefensas de entrada y no pueden evitar que las violemos rebajándolas con una mala frase o un párrafo indigesto. (La democracia plena de su reino permite al que las usa el desdén o la adoración, la nocilla o el foie. La infantil bagatela).

El reino de mi Yo

A mí el género diario, aunque sea un subterfugio, me engancha cuando vibran las palabras y alumbran confesiones como está: “No soy nada brillante en literatura. Primero, no consigo involucrarme del todo. Lo que se hace en torno a mí no me interesa los suficiente. Lo noto cada vez más: sólo me interesa una cosa: yo y lo que me pasa, lo que he sido, en lo que me he convertido, mis ideas, mis recuerdos, mis proyectos, mis temores, toda mi vida. (…) Tendría que tener la fuerza de no creer en mí. Como si fuese el único ser que escribiera”.

(Hay yóes vulgaris y famélicos que se alimentan de otros yóes, se comen la comida de sus platos y copian su manera de vestir, sus frases y ocurrencias, sus gustos y aficiones. Si pudieran se acostarían con las mujeres de esos a los que fusilan y sacarían sus mascotas a pasear por la mañana. Ser uno a través del otro es ambición de mediocre, envidioso o insatisfecho. Y vocación más noble del actor, del lector y desde luego del escritor. Así ha sido y será, punto y final).

Tendría que tener la fuerza de no creer en mí. Cómo me gusta esta frase, la escribiré cien veces como aquellos castigos del colegio franquista. Ahora debo leer Paul Lèautaud, añadir su “Diario Literario” (Ed Fuentetaja) a la cola en la pista de despegue de tantas lecturas pendientes que postergo para escribir en torno a mi yo. Un yo descreído y militante, ávido de experiencias, mendigo de milagros.

P.D. Si pienso en algunas personas a las que admiro son todos cicateros de sus egos. Silenciosos, urdidores de negro. Magníficos violines sin orquesta.