A Minichuki no la han invitado a un cumpleaños y está desolada. Ayer me contaba que cuando se acerca al grupito que sí irá a la fiesta se callan todos de golpe. En esos casos me dan ganas de saltarme con pértiga todas las normas ISO de la educación y en lugar de aconsejarle el consabido “no te preocupes, hija, eso nos ha pasado a todos. No se puede invitar a toda la clase…” decirle: “¡Como vaya yo a ese patio les voy a hacer un corte de mangas a esas pendejas que se van a enterar!”. Eso que me pide el cuerpo.

Pero lo que pienso decirle es que sentirse fuera nunca es cómodo, pero tiene sus ventajas. Te permite observar con distancia, te permite tomar notas y escribir. La soledad, bien gestionada,  es una atalaya privilegiada. Una habitación con vistas. Los grupos son un camping, un jolgorio, una multipropiedad que mola pero a veces te somete a servidumbres innegociables. Dentro de ellos hace calor, pero también mucho ruido y si te pasan la botella y no bebes a veces te ponen falta. Hay que seleccionar cuidadosamente dónde te integras antes de que sea demasiado tarde y te veas en conversaciones en las que nunca quisiste participar o quedando para ir al cine con quien no tienes nada que comentar a la salida.

La irrupción de los grupos de wasap (whatsapp) ha generado un ansia voraz por la pandilla virtual, y ciertas dosis de hartazgo. Si te meten en uno sin permiso aguantas una cola de comentarios acompañados de pitidos. Si te sales, eres una borde y encima se entera hasta el Tato: “Fulanito ha abandonado el grupo“, aparece bien clarito. Si te callas, eres asocial o poco generoso. Si respondes tarde, inoportuno. Si abusas de monosílabos, lacónico. Si abusas de emoticonos, naif.

Dicho esto, yo participo en pocos grupos de wasap,  en los que me siento como en casa. Está el de mis hermanos y cuñados, donde admitimos hijos y sobrinos al cumplir la mayoría de edad (y como mi adolescente ya es adultescente me recrimina mis comentarios cuando llego a casa). El de mis amigas de la universidad –grupo llamado “Las Chicas” al que un día habrá que rebautizar “Golden chicas”- el de las Lideresas del curso “Cómo ser jefa y disfrutarlo” (vale, no se llama exactamente así…) y el grupo Astur: El de amigos de Madrid que amamos esa tierra sobre todas las cosas y nos juntamos en un bar cutre a beber Mahou cinco estrellas mientras llega el momento de regresar al Cantábrico y al Hoyu del Agua, nuestra sidrería de referencia: dos matrimonios estables y dos divorciados sueltos que a ratos tienen novio y a ratos no. 

Formo además parte de un grupo de blogueros invitados por el Thyssen para privilegiadas visitas por sus expos que me hace feliz como niño en montaña rusa, de varios grupos literarios sin debate, y en breve me integraré en un grupo nuevo alrededor de una mesa donde no conozco a nadie. Excitante, ¿no?

Supongo que es un listado exiguo, lo que me convierte en poco popular, como Minichuki a nivel cumpleaños.  Pero a mí me basta y me permite aislarme para pensar sobre los grupos. Y cultivar la amistad cara a cara, a uno o con dos. Microgrupos que permiten más intimidad, más confidencia y esa sensación de estar atento, muy atento al otro mientras la camarera repite con impaciencia qué es lo que vais a comer hoy.