P { margin-bottom: 0.21cm;Uno llega y coloniza. Conoce, reconoce y
transforma. Forra el sofá con una sábana limpia, sumisa y
cotidiana. Corta o le cortan unas hortensias del jardín, que pasan a
sendos recipientes y enseñorean la casa. Adquiere un hule en el
bazar del pueblo, un hule feo según sus cánones estéticos pero que
cumple su función. Mueve la mesa y su banco del prado al porche,
bajo un móvil de madera que se hace notar al paso tibio de un aire
perezoso. Reconoce el olor a hierba mezclada con estiércol que
ensancha sus pulmones.
Coloca su perfume en la estantería del baño,
y dispone los libros en un aparador de la cocina: Giacometti, Boris
Vian (Denis, el hombre Lobo), Homes…
Explora el rincón de la
escritura, con vistas a la puerta doble de pueblo, esa que por arriba
permite fisgar y por abajo impide que se cuelen los gatos y los
suspiros de ánima perdida. Escucha el rasgado del amanecer con los gorjeos de los pájaros. Se prepara un café, el aroma inunda la
casita. Agradece la bruma, ese velo insólito que es el aliento del
diablo, o al menos eso imagina.
La casa es el lugar del mismo”,
repite siempre él. Pues mi lugar es este, si hubiera que
elegir un lugar y un aquí y un ahora. A dos pasos del mar, por la costera donde
siempre hay vacas con sus muermos que bostezan las hierbas resudadas.
Uno debe tener no menos de un lugar del mismo, tal vez dos. Y un
tercero que aún duerme en la ensoñación, esa casa con patio que
será, y tendrá su mesa con su hule bonito. Y su móvil
espantapesadillas. Y sus flores hurtadas a un campo no tan verde. Y
ya atesoro las partes de acá que llevaré allá, sea el allá que
sea, como una Mary Shelley obstinada y tenaz.
Y al fondo me vigila el
limonero, que aún escupe frutos verdes, amargos y listos para adornar
gin tonics a la noche, sentados en el porche, desenmascarando
estrellas y hablando de ésto y de lo otro.
Y aún no ha concluido el feliz
asentamiento. Un par de bolsas esperan ser vaciadas, las botas de
montaña, los chubasqueros de paseo inclemente que aquí no asusta a
nadie. Y salir a por las viandas, la despensa bien llena de quesos,
de chorizos, de pan de maíz caliente. De besos, de alegría. Y las horas
muertas de arena y de salitre con algas, que aquí se llaman ocle. Y
mi Lord Byron hostil y apasionado, que te destroza los pies si
intentas seducirle vadeando entre sus piedras de canto de cuchillo
. Y
es mi sitio, mi lugar de mí misma. Y suenan las campanas de la
iglesia.