Voy a hablar de antiliderazgo

Y entonces va el líder norcoreano Kin Jong-un, ese mamarracho con aspecto de muñeco de feria envanecido, y decide cambiar el horario para vengarse de los japoneses, que un siglo atrás impusieron el suyo. Media hora de diferencia a partir de ayer. Treinta minutos que demuestren al mundo quién manda. Una estupidez con alguna que otra consecuencia económica y social. Un dislate. Los japoneses deben estar celebrando con sake la payasada.

Las demostraciones de fuerza son muy del gusto de quienes carecen de liderazgo.

Un golpe en la mesa, un grito, una amenaza. Que se enteren estos de quién soy yo. En mi caso, cuando grito a las chukis siento de inmediato que he perdido la partida. Sin embargo, hay algo en la salida del tiesto que no te permite volver a entrar. Una suerte de inercia angustiosa que actúa como la corriente en el mar. Si pataleas, estás muerta. Pero dejarte llevar puede alejarte demasiado de la costa.

Quienes mandan erráticamente suelen marcarse un Titanic en algún momento. No ven el hielo porque están muy entretenidos mirándose el ombligo. La autoridad emana y se alimenta del respeto. A mí no me gusta que me manden, pero cuando reconozco a un líder natural no tengo ningún problema en seguir su huella. Eso sí, debe demostrar inteligencia e integridad. Y mostrarme que tiene un plan, no un surtido de caprichos de colores.

Ayer en mi serie adictiva “The Good Wife” (ahora sí), la contenida por fuera y temperamental por dentro Alicia Florrick le suplica a Will, su jefe seductor, que le desvele qué plan tiene respecto a su romance (no consumado aún. Pura tensión sexual no resuelta). Él, de momento, se desconcierta y reconoce que ninguno. Pero está claro que muere por ella, y que en algún momento se quitará la máscara y le entregará su corazón envuelto en una bandera manchada de sangre.

Pedir un plan no es mala cosa. Las chukis me lo reclaman en cuanto se levantan: ¿Qué vamos a hacer hoy”, y noto el peso y la responsabilidad de mi cetro de líder y desearía estar más tiempo aquí, en este porche, rodeada de árboles magníficos y con la única demanda de las vacas con sus músicas celestiales. Ayer, además, descubrimos que también hay ovejas y entendí que son los bichos más impasibles del planeta. “Coméis para ser comidas, chicas, entiendo vuestro melasudismo”, y ese aburrimiento confortable de tener un único plan: pastar hierba para engordar mientras pasan los días y las mujeres a la deriva por esos caminos fragrantes de hierba que se pudre en plásticos gris marengo.

Antilíder norcoreano

Sin planes concretos uno se amohína.  Entra en funcionamiento la máquina de los acertijos. ¿Pretenderá esto o lo otro?, ¿ataco o me defiendo?, ¿me quiere, no me quiere? El silencio es la peor tortura porque es la ausencia de coordenadas para situarnos. Si la respuesta es un no, ya tienes claro el plan: abandono del territorio, claudicación. Dejar a Will, dejar a Alicia en la cámara acorazada de su rictus. Y lamentarse por lo que pudo haber sido, a la espera de que los guionistas resuelvan tu desazón en la siguiente temporada. Y con ese vaivén apagas la luz cada noche, y entiendes que no hay nada tan relajado como que te den los planes hechos. Volver a ser pequeño. Irresponsable. Dejarte llevar. Esperar a que te llame y te diga: “Tengo un plan”.

Hoy, mi plan es contemplar el cielo y la lluvia de Perseidas y pedir un deseo que no me regale su silencio. Antes, visitaremos una cueva del Magdaleniense para que mis zopenquillas vean de dónde venimos y lo listos que ya eran nuestros ancestros. Mucho más que ese imberbe con pistola que gobierna un país como quien juega borracho al Monopoli. Ser tonto y malo es lo peor. Y tener planes siendo tonto y malo, un peligro público.