La soledad es tan adictiva como las palomitas en el cine.

No hay nada tan romántico como dormir solo. Mi cama, mi reino. Cierta mujer que conozco solía defender el ideal del abrazo, ese escorzo perfecto que vulgarmente se llama “la cuchara”. Hasta que lo tuvo cada noche. Entonces empezó a irritarse porque ya no había posibilidad de hacer sus posturas del perfecto kamasutra solitario: el aspa invertida, la crucifixión sin sangre y el Mahoma rodeado de montañas. Esta última la bordaba con siete almohadas de distintos tamaños colocadas estratégicamente sobre el colchón.

No hay nada tan violento como tener que hablar en cuanto notas que el otro se ha movido. Los pensamientos huyen en bloque y dan paso a frases hechas, a lugares comunes de una poesía trasnochada y somnolienta. Las grandes ideas, sostengo, surgen entre la bruma de la semiinconsciencia y dudo que Freud despertara bruscamente a sus hipnóticos pacientes en su trance para demostrarles que seguía ahí.

Ayer veía un capítulo de mi última serie favorita, “Downtown abbey”. Ese en el que Mary, la fascinante hija mayor, sorprende a Milord entrando en el dormitorio de Milady y le reprocha esa muestra de bajeza de clase. “Pero tengo mi gabinete listo para que el servicio piense que dormimos separados”, se excusa el padre.

De lo que se deduce el discreto encanto del acto furtivo, del desafío a unas normas sociales que hoy proponen justamente lo contrario. De ahí que me parezca una deliciosa excentricidad dormir en camas y en habitaciones separadas, salvo por razones de espacio.

Compartirlo todo. Hasta el sueño con sus sudores, sus respiraciones pesadas y los pelos revueltos. No sé que tiene de amoroso, y mucho menos de estético. Es, simplemente, lo que hace la mayoría. Pero la mayoría compra en El Corte Inglés y piensa que los Ferrero Rocher, esos bombones de nocilla, son epítome de la elegancia modelo residencia del embajador.

La resistencia a la individualidad ha hecho mucho daño a las clases medias. Y así nos va.

En el fondo, no somos tan modernos. Por mucho que llevemos i-Phone, luzcamos gafapastas y nos chutemos series de  la HBO, seguimos aferrados a las tradiciones más rancias.  Nuestros adolescentes creen que la saga Crepúsculo es una representación del amor ideal -y, bien mirado, lo es. El vampiro tiene el detalle de velar el sueño de Bella sin abalanzarse sobre la joven- y los matrimonios lo primero que compran es una cama de ídem. Para atar sus pesadillas en la salud y en la enfermedad.

Lo dejo, no sea que me ataquen las hordas de románticos. No sin antes proponer la creación de nuevas formas. De estructuras que revitalicen la soledad como estadío necesario para explorarse a uno mismo. Y luego, de vez en cuando, volverá a ser excitante preguntar eso de “¿en tu cama o en la mía?”