Mi querida Big-Bang:

Hace días que mi amiga C y yo nos lanzamos voraces a la noche portuguesa, a la caza de bares trendy, hombres sin escrúpulos y taxis libres. Lo bueno de ser adulta madura y experimentada es que no necesitas dotar de coartadas tramposas al objetivo. Vas a lo que vas, subida en tus tacones, embutida en tus jeans y con el bolso lleno de ilusión y Tout Eclat antiojeras.

Claro que, como decía Benedetti, “el desvelo social condujo a la cultura…”, y antes del drinking nos dejamos caer por un prometedor concierto de jazz que la ciudad de Oporto esperaba con ansia, como mis chukis esperan cada año al circo americano de tipejillos en mallas que drogan a elefantes, fieras y acomodadores.

La cantante, una mujer pelín estrambótica a mitad de camino entre Yoko Ono y la Terremoto de Alcorcón, salió a escena embutida en una nube de tul rojo y se arrancó a actuar con un histrión que ya lo querría para sí Tina Turner. Venga gorgoritos, venga calambres en manos y piernas, venga magreos al pianista…

Seguirla con la vista era un suplicio, así que cerré los ojos para concentrarme en la melodía. Lo siguiente fue el codazo de mi amiga, un “estás roncando, jodía” y un poner pies en polvorosa hacia la salida, no sin antes tropezar dos o tres veces con las piernas del respetable, que seguía en trance las evoluciones de la artista.

Dirás que no tengo vergüenza. Son los desinhibidores del Prozac, sin duda. Que me miren mal no me altera ni un poquito. Al revés, me envalentona, y con las miradas asesinas del público clavadas en la nuca nos lanzamos a nuestro siguiente objetivo: un garito llamado “Maus Habitos”. Justo lo que necesitábamos. El taxi nos llevó volando y se detuvo frente a un portal de okupas. “Aquí es, buena suerte”. El vestíbulo estaba lleno de graffitis siniestros y las luces del ascensor se apagaban y encendían. Sólo faltaba el ama de llaves de Rebeca para rematar el cuadro.

“Esto es una snuff movie y nosotras somos el plato fuerte, nena”, musitó C, justo antes de que la puerta de “Maus Habitos” se abriera y un tipo con una barra de hierro nos invitara a pasar. Lo que siguió después es secreto de sumario y sólo lo contaré bajo tortura de picana o si me encierran en un cuarto con la Yoko Turner del jazz.

Sí, dirás que no retengo más que los sucedidos truculentos, pero convendrás que si centro mi relato viajero en las decenas de iglesias barroco-rococó que recorrimos perdería toneladas de sex-appeal del caro, carísimo. A estas alturas de la vida soy más Burrows o Bukowsky que Austen o Bronte, sí. Aunque si rascan un poquito se me ve el plumero y asoma la Mary Poppins con mechas que llevo dentro. Maus hábitos que tiene una, digo yo.