“Si quiere, puede dejarle al perro joven una semana más, pero habrá de llegar un momento, no hay forma de evitarlo, en que haya de llevarlo a presencia de Bev Shaw, a su quirófano (tal vez lo lleve en brazos, tal vez eso es algo que pueda hacer por él) y acariciarlo y cepillarle el pelaje a contrapelo hasta que la aguja encuentre la vena, y susurrarle y consolarlo en el momento en que, desconcertantemente, las patas cedan bajo su peso”. Desgracia, de Coetzee.

Desde que las chukis se han ido, cuido su tortuga con denuedo. El animal, al que apenas había dedicado unas miradas desde que se lo regalaron a mi hija por su primera comunión, se ha convertido en alguien importante en mi vida. (Tras la primera comunión hubo otras,  y al fin Minichuki me dijo el otro día: “Mamá, no ya si creo en Dios. Se supone que me habla, pero yo no le oigo“).

La tortuga tampoco me oye. Es sorda, pero yo no lo sabía hasta que U., el dueño de la iguana Nicole Kidman, me lo comunicó ayer con tonillo de experto en bichos. Así que Tortu debe pensar que soy idiota cuando llego a casa y me inclino sobre su Versalles de plástico y le dedico un entusiasta “¡¡Buenas tardes, Tortu guapa!!”, y ella se alborota no porque me escuche, ahora lo entiendo, sino porque sabe que tras el baño de su receptáculo gigante vendrá el maná en forma de gambas secas.

Cuidar a alguien, aunque sea un animal tonto que no te chupa la cara ni corre a tu encuentro, produce una grata sensación. Yo saco con delicadeza a Tortu, la deposito en el fondo del lavabo, tiro el agua sucia por el váter y lavo cuidadosamente las paredes y el fondo de su mansión, incluyendo el puentecillo plataforma y una extraña piedra blanquecina que suelta calcio. Después dejo que corra el agua limpia y vierto tres gotas de un líquido siguiendo las instrucciones de Minichuki: “no más de tres, mami, y luego unas gambas”. El bicho, recuperado el hábitat, se lanza a la comida cual preso del corredor de la muerte en su último día de vida. Dos minutos después no queda nada, y a veces contravengo las órdenes de su ama y le doy un chute extra que se zampa con idéntida desesperación.

En estos días sin niñas me he dado cuenta de que cuidar de otros es cuidar de uno mismo. Algo muy parecido a una perogrullada, pensaréis, pero las altas temperaturas han hecho de mi cerebro una papilla espesa que da para los hallazgos justitos y para volver a Coetzee y a esa perrera desoladora. Más difícil todavía es dejarse cuidar, imagino que porque tiene algo de abandono. Algo de miedo a que esas manos que vacían tu pecera y la lavan cuidadosamente se olviden un día de rescatarte del fondo del lavabo y termines colándote por el sumidero.

Dejarse mimar es dejarse llevar. La confianza extrema. La rendición de unas armas absurdas que reuniste en un rincón de tu salón por si llegaban unas hordas que hace tiempo emigraron a otras tierras. Las mujeres aguerridas -en mi círculo íntimo hay unas cuantas- no esperan que les tiendan una mano, sino que se cortan la suya y la lanzan al vacío a pelear. No necesitar es la mejor manera de no frustrarse, pero es también un ejercicio perverso de autosuficiencia que impide la entrada jubilosa del otro. El descanso y la fe.

Coetzee

(Dos de mis mejores amigos me han dado una lección hace pocos días. Llevan años sitiados por la crisis y no han permitido que los doblegara. Ni a ellos ni a sus tres hijos. Los niños más educados y felices que conozco. Aunque la situación no es fácil, todos mantienen intacta su alegría y aceptan los mimos con una dignidad tal que uno se siente miserable y sabedor de que en esa situación el orgullo haría de las suyas y tardaría en estrechar la mano tendida. La gamba extra en la pecera).

Desde hoy me declaro mujer tortuga y dejo pista libre a esas manos que me miman aunque a veces me muestre un poco sorda. Cuestión de tiempo y de práctica.