Mi querida Big-Bang;

No hay gafas de aumento para la presbicia intelectual: Llega, se instala, te obliga a inclinar la cabeza demasiado cerca de las cosas y entonces pierdes la poca perspectiva que tenías y te da por hablar por hablar. Un ejercicio letal para las articulaciones del cerebro que se practica a menudo en autobuses, televisiones y ascensores de todo el país sin que nadie se haga una pieza al respecto en los telediarios.
“El primero que habla, pierde” es una de las grandes sentencias de mi hermano I., un tipo muy agudo que hace pesas con sus reflejos mentales para evitar decir monsergas. Igual que hay expertos en rellenar espacios con palabras, los hay en callarse para que el otro desnude su estupidez y hable de más. A los primeros podemos llamarlos inseguros incontinentes, a los segundos, jugadores de póker. Mi amiga A-1 dirige un curso brillante titulado “Póker para guionistas”. Una mala jugada puede convertirse en una gran historia, sostiene. Como en la vida. Una conversación vana, pongamos que de ascensor, puede ser el comienzo de una gran amistad o la antesala de un revolcón.
Yo no he aprendido jamás a jugar al póker, lo confieso. Soy de las que llama rombos a las ¿picas?¿diamantes?, según la clasificación de mi querida A-1. De ahí que cuando me enfrento a un jugador me quedo muda en primera instancia y verborreica en la fase dos. Y puedo llegar a confesarte que maté a Manolete o que fui la mano que mecía la cuna en esa inquietante y creo que mediocre película de la canguro chunga. Por eso no me gustan los juegos de azar, y entiendo el casino como un confesionario sórdido donde el humo (otrora) ciega las peores intenciones.
Lo mío es el Intelect. Siete letras, un tablero y un reloj de arena para componer palabras sin vaciar el alma. “Monserga”, apunto, y me invade una satisfacción casi tan orgásmica como cuando hice “palíndromo” y las chukis amenazaron con levantarse de la mesa porque me la había inventado. El juego es la alternativa a las gafas de aumento. Y yo ya he jurado que no pienso volver a llevar unas sobre mi nariz jamematen.
Tenga usted un buen domingo con conversaciones trepidantes de ascensor. Y no olvide mantener la mirada fija en su interlocutor, a esperar que empiece a soltar una perorata tonta y se eche a sus pies entre el segundo piso y el cuarto. Yo, si eso, voy a ensayar la contención de mi incontinencia. O lo mismo no.