Quiero escribir un relato que se llame “La mujer improbable”. El título me lo ha inspirado una portuguesa brillante que conocí hace pocos días y que logra alambicar el idioma español hasta darle una sonoridad y un uso tan asombrosos que ahora lamento no haberla perseguido con la grabadora.

Mi amiga A. está a punto de publicar un libro para escribientes. Me asegura que en la editorial han intentado disuadirla del palabro. Le recuerdo que  Vargas Llosa ya se atrevió con “La tía Julia y el escribidor”, y hoy es premio Nóbel. A. me da la razón. Todos los que escribimos somos escribidores. Escritores, los menos. Para eso hay que lograr un estilo propio y contar, como me recomendó un día C., -otro amigo que publica- “aquello que sólo tú puedes contar”. A lo que le respondí: “pues lo mismo no hay nada tan único bajo mis mechas y me quedo de brazos cruzados”.

El escribidor y su tía

Las editoriales están hartas de recibir originales de pretenders. Gente convencida de haber escrito una gran obra. La mayoría son vulgares, porque la selección darwiniana se aplica también a la literatura. Pero todos han mandado con excitación un trozo de su alma trémula con la esperanza de ser publicados. Sólo algunos consiguen abrir íntimas compuertas en el lector. A otros los publican por modernos, a sabiendas de que en pocos meses terminarán en los baratillos del VIPS en el mejor de los casos. Y la mayoría se queda compuesto y sin obra, con la frustración de no poder rematar ese absurdo principio de las tres cosas que se supone hay que hacer en la vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro.

Las frases hechas han hecho mucho daño a la civilización. Tanto como los malos libros. De cuando en cuando escojo veinte o treinta de mi estantería que considero prescindibles y los condeno al holocausto de la portería. Los vecinos se los llevan antes de que cante el gallo. A “La mujer improbable” le seguirá “La mujer selectiva”. Lo tengo claro. Esa que elimina de su vida aquello que carece de un valor añadido: hombres sin fuste, tacones desequilibrados y poemas vacuos. Además de libros de cocina con recetas de más de 10 líneas, callejeros de ciudades y maletas sin ruedas. Me parece que para escribir bien hay que empezar con un strip-tease. Huir de estructuras encorsetadas, recuperar las palabras sonoras y ponerlas tal vez en boca de un extranjero para darles otro recorrido. Inspirarse en la intrahistoria de las historias. Y luego tirarlo todo a la basura.

La escritura es una carrera de fondo contra uno mismo. El gozo y el látigo. Las palabras deberían ser sagradas. Me irrita sobremanera su mal uso y agradezco como un bálsamo la lectura de párrafos donde cada término ilumina un tramo del túnel. Donde nada sobra ni falta. Ocurre pocas veces y ese día es una fiesta.

Pero a veces las historias grandes se escriben sin palabras. Hoy he soñado que era una mujer Chagall, de añil y rojo furia, a lomos de un enorme gallo frente al lago. Pintar la emoción es un prodigio que nos deja mudos y a expensas de una marea de fuego que no se apaga al cerrar la ultima página del libro. Y lo llaman crear. Y es puro rapto.

P.D. A Sancha, mi amiga probable.