Tengo que coger el AVE y lamento que el viaje dure tan poco. El tren para mí es el epítome del tiempo detenido, aunque vaya a 300 km por hora. No te puedes escapar. Si acaso, arrastrarte por el camino hasta el vagón bar y pedirte un café que sorberás entre ligeros bamboleos mientras adivinas a qué se dedican los que te rodean.

Y sí, en el tren se me dispara el motor de la máquina de los prejuicios, de los clichés. De la naúsea hecha relato.

Un hombre que lee El Marca, con perdón, deja de interesarme salvo que al rato escoja un diario de información general o un libro de, por ejemplo, Stefan Zweig. Mucho más divertido encuentro al ejecutivo que se entrega a una revista del corazón, o al que juega con su IPad a Apalabrados, eso a lo que se dedican algunos en los escaños del congreso piensan que las cámaras no llegarán a fiscalizar el fruto del tedio. (Y hay a quien lo han sorprendido cortándose las uñas, leo hoy).

Un tipo que se corta las uñas en el AVE me parece la repugnancia misma. De todos los avatares de deshecho del cuerpo humano, las uñas -y me repito- son mis peores enemigas. Me provocan estupor y temblores.

AVE RENFE

Y luego están los niños porculeros. Esos que aprovechan el hartazgo de los padres y cuidadoras para correr y dar por saco a los demás. Los niños ajenos maleducados evaporan mis instintos maternales. Los detesto. Porque el tren, para mí, es lo más parecido al confesionario. Requiere silencio y concentración. Y cada año me propongo escribir a RENFE proponiendo la designación de vagones especiales para familias con niños. Insonorizados, por supuesto. Y, ya de paso, vagones especiales para adultos que leen ensayo, o novela histórica. Y también compartimentos para parejas que se aman, o para amantes que discuten.

Un AVE temático y ordenado como la estantería de un ferretero maniático.

Donde el coche 7, supongamos (vagón, término más bello, me dicen que es viejuno), es el de los neuróticos que sueñan paisajes de hormigón y los fotografían en Instagram y los cuelgan en las redes sociales con lacónicos mensajes encriptados. Y el coche 16, el último, el que siempre estalla dentro del túnel en las películas de acción con malotes de verdugo calado, es el de los que nada tienen que perder y se entregan al milagro de los 300 kilómetros por hora como si no hubiera un mañana y en el vagón restaurante se hubiera acabado las reservas de café y cien niños chillaran al unísono, histéricos y ávidos de estación de llegada.

P.D. Sueño con que un día un extraño me proponga algo en un tren, a lo Patricia Highsmith. Así soy de novelera.