Anoche el locutor de Radio Clásica censuró hasta tres veces “la voz ancha” de tenor de principios de siglo XX -no retuve el nombre- del que ponía piezas, más bien fragmentos donde podía escucharse el arañar de la aguja sobre un viejo vinilo polvoriento.  Era como si descorcharan un cognac de doscientos años para decirnos que sabía a cerrado, a cuarto con humedades y ratas, “aunque su calidad es más que aceptable”. Pero a mí me gustaba esa voz ancha aunque no sé cómo es una voz estrecha porque me abrazaba con sus notas vibrantes y esa textura de terciopelo añejo a punto de rasgarse. Era una frambuesa madura. Un bosque con muérdago. Una nana para rebeldes del sueño fácil. Además,  me molestaba la soberbia pomposa y acre del locutor. Un tipo que imaginé con olor  a naftalina, nariz pequeña y afilada y bigote gatopardiano.

Si los modernícolas me producen desconfianza porque los intuyo conjuntos vacíos sometidos a la dictadura del hipsterismo o postureo llevado al paroxismo (¿variedad del histerismo?), los viejunos pomposos me causan estupor. Entiendo que el señor de anoche sabe muchísimo de bel canto, pero habla a su audiencia -en este caso una mujer maldormida que huye del fútbol en el dial- con un tonillo condescendiente y bastante intolerante. O sea, que si yo no me había dado cuenta de que el tenor era un ancho de pelotas es que no tengo oído ni un fino paladar para acceder a la música en su estado más excelso. Ese que te conecta con los dioses del Olimpo.

Creo que la cultura tiene tantos registros como personas. Y que no se puede menospreciar a quien ofreces un concierto, una obra teatral, un poema porque no va a entenderlo en su pequeñez intelectual. A mí las sensaciones fuertes me dejan muda, casi siempre, y seguramente decepciono a quien esperaría un speech después de mirar un cuadro. La emoción es difícil compartirla y una temeridad imponerla como estándar. Suelo disfrutar de la crítica cultural de Muñoz Molina en Babelia porque es suya y no se impone, pero te excita el pensamiento, las ganas de saber si tú compartes algo de lo que él ha visto, ha leído, le ha indignado. El sábado no tuve tiempo de leer el suplemento cultural de El País, pero lo guardo porque quiero saber qué piensa de la película de la que habla, y quiero aprender más sobre “El libro del desasosiego” de Pessoa, que alguien dice haber ordenado de forma cronológica. Y me pregunto si este orden de terceros lo hará mejor y más grande. Y suscitará sesudas tertulias con expertos de bigote y rictus altivo donde si tú no entiendes o no compartes te conviertes en un lerdo incapaz de apreciar la voz ancha de un tenor.

Anoche, lo confieso, me dormí en brazos de un hombre de voz ancha que imaginé delicado como el roce de una mariposa de coleccionista.  Eso a pesar de otro hombre que se empeñaba en interrumpir al mío con disquisiciones pedantes. Luego me di cuenta de que yo también menosprecio y clasifico a los demás por sus lecturas cuando las considero de baja calidad; por sus comentarios sobre un cuadro cuando suenan a catálogo de COU. Por sus atuendos cuando me parecen disfraces. Por dejarse enredar por las proclamas populistas de los políticos. Por formar parte de grupos para disimular la mediocridad individual. Por desperdiciar palabras para decir bien poco…. O sea, que soy una gatopardiana de cojones, con perdón, y debo hacérmelo mirar. Y todo eso lo ha conseguido el locutor anónimo y pomposo de anoche, con la ayuda inestimable de un tenor ya difunto que juro que me pareció grandioso en mi desconocimiento insomne de domingo. Pero yo de cognac no entiendo. Ni de casi nada, me temo.