Pertegaz. Canal de Isabel II

No sé qué tiene una noche oscura y fría que hace que te sientas muy cerca de alguien con quien duermes. Cuando hablas con él es como si fuerais las únicas personas despiertas de toda la ciudad“.

Arranco el día de los aviones por el cielo y los soldados a pie abriendo al azar a Carson McCullers y su primer relato publicado,”Sucker“, en  “El Aliento del Cielo” (Seix Barral). Uno de los libros que sobrevivieron a las inundaciones de julio. En adelante, hablaré del “Verano de las Inundaciones” o incluso del “Año de las Inundaciones” como se habla en las guías de viajes de papel perfumado de un acontecimiento que se lleva por delante sombreros, planes y veredas.

En Burgos, por ejemplo, esa ciudad a la que vuelvo con la excusa redonda de mis viajes a Asturias, siempre me fijo en las marcas de piedra de su Plaza Mayor. Hasta aquí llegó el agua, seguido de una fecha, no recuerdo. Una placa o varias dan fe del cruel impacto líquido y uno piensa que el detalle enseñorea aún más a la city castellana de los torreznos crujientes en su punto y de la catedral mejor clavada en las tripas de piedra que haya visto nunca.

Yo he puesto marcas de los Estragos de este Año, con mayúsculas. Son fábulas con letras, por ejemplo: “El verano de la primera crecida me había comprado un absurdo vestido color azul celeste, con un volante terco y desalmado”.  O “El verano del Agua” (así, para abreviar), unas manos de hierro me lanzaron tan zombie e indefensa sobre la Castellana, ese océano rojo si lo cruzas al sol- y me trastabillé como Alicia tontuela buscando el agujero donde estaría el Conejo. (“Deprisa, deprisa”, habría de decir).

Mi refugio anti todo

No hay marcas a la vista en el asfalto de las paredes de mi casa. Un pintor animoso llamado Augusto como un emperador de la devastación  las tapó hace unos días, o puede que semanas, mientras abajo los albañiles de otra obra de calle ad eternum se ensañaban con la taladradora y arriba el Nefando Lupus -así ha bautizado J al jefe de la tribu que quitó las válvulas de todos los radiadores del séptimo para volcar el agua sobre nuestros armarios, nuestros libros, nuestro exiguo equilibrio mental- picaba piedras o algo cual si se hubiera chutado una docena de latas de Red Bull con las galletas María del desayuno.

El Año de las Inundaciones sólo se hablaba de Cataluña y mi amigo JMB, un mallorquín catalán -tan despejado siempre, tan noble relator, tan cariñoso- me invitó a comer a un restaurante japoperuanoastur  y me aguantó las lágrimas saladas sobre el pez mantequilla con  notable apostura. Le dije, y si no ahora se lo digo, que cuando te inundan varias veces seguidas se produce un fenómeno extraño que hace que el agua se cuele bajo tu piel, penetre en las entrañas y busque salida por los poros o por un conducto amable, llámalo lacrimales. No es tristeza, no vayas a creer, es un desbordamiento como el del Arlanzón, ese nombre de río victorioso que sugiere una cota de malla con su espada, caballero de agua  que se enreda en un barrio con casas de postín muy poco arrabalescas, a priori.

Han pasado los días y aún huele a humedad, si te concentras. La lluvia se ha llevado algunas fantasías que no fueron y esta trinchera a veces no parece tan sólida. Enumero la lista de estragos que murieron y no son para tanto. Entiendo eso tan feo del estrés postraumático y me abrazo a mi Brontë cuando entro en la cocina, demasiado temprano incluso para un perro que bosteza y se estira tan peludo tentando mis rodillas con su morro.

La lista de mis planes es un mapa arrugado que crece por los bordes y exhibe muchas cruces. Querría varias vidas para enredarme en todas, pero a falta de seres reencarnados  que presenten unas pruebas convincentes elijo invocar la serena alternancia de sucesos y charcos. He decidido ser la vida que me espera,  y me abrazo a las letras después de muchos días de sentir que el caudal de mis adentros iba subiendo terco y nervioso por los pies. Vomito lo que veo, el ruido de tantos acontecimientos de este Otoño caliente. Y ese distanciamiento necesario para evitar la víscera y la ira que nos rondan a poco que uno encienda una pantalla o una radio.

Diré por tanto.

El Año de las Inundaciones puse a cero el contador de mis uñas, que crecen sibilinas como el pelo o las manchas en la piel. Albergué algunas dudas, me enfadé con los míos y administré silencios como lunas.

Ahora sé que los ríos se desbordan para calzar leyendas que contarán abuelas a sus nietos camino de la Escuela.

“El año de mi desbordamiento, ese primer día, llevaba un vestido absurdo color azul celeste con un volante en globo y crucé la Castellana. Fue un día memorable, sin embargo; un día Arlanzón, puedes decir. El techo de mi casa aún lucía seco.  Recuerdo haber sentido un sordo alivio y una llama de determinación picante en mis zapatos… Augusto se llamaba el fixer que llegó, días después. Temblaba mi país, que no mi patria que está en mi corazón, bien a resguardo. Y escribía por dentro con esta tinta roja que ahora sale por fin, borbotones de río desbocado. Alegría temprana, gasolina sin aire ni restos de carbón de esos que te hacen toser y torcer la nariz al paso de la Peste “.

Y Carson McCullers a esa distancia prudente y leal que tienen los amigos cuando toca: “No soy capaz de precisar los momentos y decir que eso sucedió un día y aquello otro al día siguiente“…