“No es que amemos estar solos, sino que amamos llegar muy alto, y cuando lo hacemos, la compañía se vuelve cada vez más escasa, hasta que desaparece”. Henry David Thoreau. Cartas a un buscador de mismo.

Leer a Thoreau en una peluquería de barrio es como merendar caviar en la pradera de San Isidro. Pero ayer pasé tres horas actualizando mi condición de rubia platino que me dieron para rematar la lectura de un libro fascinante que habría plagado de subrayados de no ser porque me lo prestó J.E, que pone su nombre y la fecha bien clarito la primera página y subraya en verde. Así te recuerda que lo que tienes entre tus manos es pan para hoy y hambre para mañana. O sea, suyo y de nadie más.

Fisgar lo que otro destacó en un libro es puro voyeurismo. Un ejercicio de psicoanálisis barato que puede llevarte a peligrosas interpretaciones. He aquí algunos subrayados de mi amigo, que comparto amparada en su anonimato y en que sospecho que le puede excitar:

-“Elegí mi propio estado de ánimo“.  (No lo dudo, porque en tu caso suele ser exultante como una ola de mar brava que se levanta y te aplasta y se retira dejando un hilillo de agua entre tu filete y tus patatas)

-“Considerando las escasas amistades poéticas que existen, es llamativo que haya tantos matrimonios. Es como si los hombres cedieran demasiado fácilmente a las directrices de la naturaleza sin consultar antes a su genio“. Ciertamente, J.E, casarse es un ejercicio impulsivo que choca con cualquier pretensión intelectual. Luego, una vez matrimoniado, conviene construirse un andamiaje teórico para albergar el sentido de algo tan inútil como una jaula para el amor.

-“Si de forma plenamente consciente hubiera de unirme a las filas de algún partido, escogería aquel que mayor libertad ofrezca para el pensamiento”. No existen, ¿verdad, querido J,E? Un partido político es una organización que finge debatir sobre ideas unicelulares y expulsa de la foto a todo el que le sale respondón (o lo utiliza para presumir de liberal y tolerante).

Ayer, mientras el tinte me convertía en mujer loba, pegaba aullidos entre las páginas de mi libro y en los descansos observaba a la peluquera. Una marroquí nerviosa, sensual y regordeta que bailaba a mi alrededor y me contaba con acento francés que le duele siempre la cabeza y que cuando termina su jornada, a las nueve de la noche, se va directa a casa y empieza “su otro trabajo” (misteriosa).

-¿Tienes otro trabajo, nocturno? pregunté sientiéndome un tanto indiscreta pero envalentonada por los efectos de Thoreau.
-Sí. Llego, me ducho, ceno y abro el ordenador para criticar al gobierno. Las injusticias. La pobreza. La desigualdad. Y a esos que desimputan a las princesas. Y a los que echan a la gente a la calle a la gente porque ya no puede pagar su casa. Y muchas vecesde tanta rabia se me saltan las lágrimas y lloro por el mundo.

Stop Desahucios

Pensé que Thoreau contemplaba el mundo aislado en su campo, sintiéndose una rara avis pero sin un ápice de compasión. Y que esta mujer cansada que se arrastra entre secadores y tintes con amoniaco siente como obligación moral postergar el descanso para denunciar el atropello. Y sí, esto es demagogia barata fruto de que hoy me he levantado más rubia, pero hay algo cruel en el pensador teórico. Algo deshumanizado y aséptico. Como si observara la realidad protegido por una cápsula de cristal blindado, ataviado con mascarilla y guantes de látex. Vacunado contra las lágrimas.

-“Escribo a toda prisa antes de que llegue el correo, y por tanto, una vez más, he de omitir la moral”.  Henry David Thoreau.
-“Estás muy guapa, cariño. Discúlpame por haber tardado tanto esta vez. No sé qué le pasa a mi cabeza. Hay tanto ruido, tanto dolor…” María, mi peluquera.