-¿Está usted enfadado?
-No, estoy solo.
-No está solo. Mientras esté usted aquí, está conmigo.

La camarera, con su inconfundible acento rumano, me hizo abandonar el giro de la cucharilla en el café por un instante. No veía al cliente porque nos separaba una columna de la barra, una cordillera, pero debieron reconfortarle las palabras de esa mujer que confundía mal humor y desamparo. Y era esa mentira compasiva del te quiero que murmuran las putas a los hombres,  tan solos, tan desnudos, y ellos atesoran como la metadona del amor.

Hay que ser valiente para reconocer que se está solo. Y puede que sea más fácil confesar a primera hora de la mañana, cuando el cuerpo no se ha puesto en guardia y los convencionalismos sociales aún bostezan. El desayuno con aliento. La leche templada y el cruasán con mantequilla y mermelada. La posibilidad de pescar un diálogo así, puro, descarnado, me pareció un regalo de viernes que tecleé con ansia en el teléfono, no fuera que el olvido lo desintegrase como el sol al pergamino de las tumbas.

Por la tarde el Metro estaba lleno de solos. Olía a letras sin pagar, a incertidumbre. A mi izquierda un tipo vulgar, con olor a sudor rancio de dos días,  hablaba a gritos con Susana. Farfullaba, también, desesperado porque la llamada se cortaba en cada túnel. El hombre, unos cincuenta, fingía una pareja esperándolo en su casa. Un polvo rápido y concertado de viernes, una ducha (el orden de factores altera el producto) Susana era, lo supe, perversa, insustancial, un amor intempestivo empapado en colonia barata. Una liturgia de dos donde uno no está ni se le espera. Me daban ganas de pedirle al señor que colgara de una vez, que Susana es un fantasma, que igual no estuvo nunca. Que dejara de gritar. Que se lavara los dientes y se dejara estar solo.

Y luego, en el teatro, tres hombres y yo “Desde Berlín. Tributo a Lou Reed”. Una historia de destrucción y (des)amor que me sobrecogió por su ausencia de esperanza. Más allá de que los protagonistas sean dos yonkis en una ciudad destruida como sus venas. Más allá de la asfixia de una cama donde todo empieza  y todo se vuelve estercolero. Caroline y Jim son una de esas (tantas) parejas unidas por la desesperación. Porque es eso o nada. “El amor debería morir de muerte natural”, murmura él. Y pensé que esto es así, pero a menudo mantenemos al muerto en el trastero. Conectado a unos tubos. Y pasan las horas, los días y los años. Y un día el hedor se vuelve insoportable a los vecinos. Y con suerte llega el juez y el forense certifica, al fin,  la muerte. Naturalmente.

-Se hubiera muerto de dolor en ese piso (Jim)
-Como nosotros (Caroline)

(¿Y si siempre fuera así, sólo amigos y planes de viernes jubilosos? Amigos que te llevan en volandas por la calle, que te arreglan el cuello, te  cogen de la mano y tú a ellos. Que te cantan su crítica sagaz y certera de la obra. Y pedís unas gambas a la plancha. Y C., que te ve chupar las cabezas, pregunta si te gustan, y te encantan, y te pone delicadamente las suyas en el borde de tu plato, just in case. Y te paran un taxi, y te despiden. Mucho más ciertos, más héroes y más presentes que cualquier Susana o Jim al otro lado del teléfono. Un espectro)