Mi querida Big-Bang:

Últimamente tengo la mala costumbre de terminar las frases ajenas. Con los años, la lentitud se ha convertido en un defecto mucho peor que la mezquindad, la envidia porculera o la avaricia que rompe el saco. Ser rapidilla, precipitada, atolondrada e impaciente tiene no pocas ventajas. Por ejemplo, que recitas del tirón los menús de doce adolescentes ansiosas en la cola del Mugre King, para admiración de la concurrencia ahíta de grasas trans, o que si quisieras harías un papelón histórico en “Pasapalabra” o “Cifras y Letras”, nichos donde está la gente que mejor me cae. Frenética, nerviosa e inconsistente.

Eso sí, la rapidez es incompatible con la reflexión, y me ha deparado algún que otro traspiés vital, como cuando elegí el traje de novia a matacaballo, sin reparar en que por detrás era todavía más horrible que por delante. Aquella cascada barroca de encaje sólo la he visto en casas de folclóricas de medio pelo, las mismas que tienen tapetes de ganchillo en los brazos del sofá y figuritas Lladró sobre el televisor.

Conste que a mí el kitsch me parece una de las bellas artes. Donde esté una muñeca andaluza con faraláes y melena azabache que se quiten los Damian Hirst o los Murakami. Típicos artistas de los que hablan los esnobs que carecen de cultura pero quieren epatar socialmente en esos cócteles que frecuento. Gente que habla despacio, se mueve con pasmosa lentitud y finge que no me oye cuando aporto al debate del arte alguna de mis frases de cabecera: “Creo que en la coyuntura actual hay que apostar por consagrados de la pintura naif, como Lolita o Manolo Escobar”. Es soltar yo la perla y salir ellos por patas. Rapidillo, como a mí me gusta.

Esta peculiaridad me ha condenado a terminar hermanada con los camareros. Seres estresados de serie que sirven copas a la velocidad del sonido mientras escuchan tus batallitas, asienten con la cabeza y te sirven otra de lo mismo on the rocks. Claro que también he probado con el gremio de los bomberos, pero cuando estábamos en lo mejor del flirteo sonaba la sirena ésa y salían pitando hacia la barra de strip-tease dejándome con la palabra en la boca y la ilusión chamuscada.

Luego están los del Samur, que corren lo suyo. Sobre el papel, los hombres perfectos. Héroes de real life que actúan sin pensar, como yo, y de frases andan justitos. El problema es que la primera vez que los acompañé recogimos tanto órgano ensangrentado que volví revuelta a casa. Así que los taché de mi agenda y me decanté por los conductores del Metro de Madrid. Esos que vuelan, túnel arriba, túnel abajo. Y una es simplona, sí, pero ocho horas después de oír hablar de trasbordos, estaciones en curva y antes de entrar, dejen salir, abandoné el mundo underground necesitada de cierta intelectualidad. Un barniz, no más, de una sola capa rapidita.

Y en esas estoy. Tratando de hacer compatible mi hormiguillo basal con la lenta humanidad circundante. Una tarea a la que pienso dedicar buen rato, lo que vienen siendo diez minutos de sofá acompañada de una adolescente con el pavo subido y una enana hiperactiva sin medicación. Dos tipejillas adiestradas por mí en el arte de la rapidez que cuando dan por saco lo hacen a buen ritmo. Hogar, dulce y apacible hogar.