Tendría que haber vivido fuera. De nada me arrepiento más que de haberme quedado a esa edad en la que uno puede ir a una estación, a un aeropuerto, y sacarse un billete a cualquier parte. Con la sensación cierta de que los demás le mirarán como a un fugitivo. Con la prudencia al pedir un sadwich mixto y una Coca-Cola -nada más inocente- en la barra de un bar iluminado con esas luces mortecinas de estación que son de tanatorio.

Una estación pequeña, de provincias, es lo más aprecido a un cementerio. En verano los amigos paseábamos por el pueblín que nos acoge en verano y había una casa junto al tren: Se vende. Llamé para preguntar y la dueña desconfió de mí. Yo desconfié de una dueña que no quiere darte la información para venderte su propiedad, devaluada por el traqueteo del tren cinco veces al día, que no más. Una casa junto a la estación es el arranque perfecto para una película de terror o un musical petardo con muchas hermanas y hermanos bobos dando saltos. Un tren de madrugada es la desolación o un poster Pop art abandonado en un rincón de la cocina, restos de grasa en las esquinas.

Volví del último avión enredada en turbulencias. El miedo no se nota por fuera pero te consume por dentro. Siempre que viajo en avión sueño con un tren. Otros sueñan con una mujer que no es la suya. Yo nunca deseé otro nombre ni a otro hombre, sólo la tierra firme bajo el asiento y una casa pequeña con un patio. A este paso nunca conoceré Japón, ni la Tierra de Fuego. No podré ser una rock&roll star que surca el cielo borracha de gin con un entourage adulador y más falso que Judas. Un avión es más aventurero a nivel fantasía. El tren me vale para ser representante de una mercería, por ejemplo. O de pompas fúnebres sin un propósito concreto.

Yo quería una casa con un patio, me repito, y encontré una pegada a la estación, abandonada y con una dueña impertinente y esquiva. Mal principio. De pronto mi futuro lo imagino inmobiliario, tangible. Un lugar donde caerse muerto. Pero a donde se llegue andando, en tren  o en coche. Hoy el periódico digital entrevista a un tipo que asegura que es difícil que logremos el milagro del teletrasporte. Yo pagaría un brazo con su mano por poderme desplazar tan de repente, con sólo cerrar los ojos dentro de una cápsula de vidrio estéril. En su lugar tendré que imaginar, debajo de una higuera una tarde muy fresca con un plato de queso y una copa de vino.

De pronto hay cosas que sabes que no serán. Ni falta que te hacen.

Conozco quien me dice los muchos vuelos que toma al mes, a la semana. Presumir de estar volando, trasiego de aeropuertos, llegada con el cuerpo cortado y la camisa arrugada, me parece de tontos. Pero es cool. El síndrome tarjeta de embarque no es para los cobardes, como yo, que he hipotecado el estómago y parte del esófago y sólo quiero volar de la silla a la acera, vuelta y vuelta. Volar por volar es como hablar por hablar. Al último que hablaba todo el rato, un hombre entrañable (ese adjetivo) le solté el otro día: “Tú no soportas el silencio, ¿verdad?”, y lo reconoció sin  apuro. Una casa con un patio y una higuera es el silencio, la soledad con patas y las horas muertas zumbando como moscas, pegajosas.

Me sientan a la mesa con quien debo conversar. Desconocidos con cargos importantes. Hablamos al final siempre de viajes, de países. Se repiten los lugares comunes, es una charla fácil, desgarbada. Me invitan a que vaya a visitarles (no a ellos, sus ciudades). No confieso lo mío con los vuelos, no sea que pasemos a la conversación etiquetada como “debilidades y fangos“. Además, ya tengo mis billetes en la mesa, mi plano de París remachacado por líneas de colores y puntos que marqué en otras vidas. Me quedan dos semanas y me inquieta la vuelta al control de seguridad -quítese los zapatos- sacar los envases de mi vida cosmética al sol -bolsa de plástico- abrir otra vez la maleta porque el control aleatorio siempre me elige (últimamente compruebo que hago la maleta pensando en una revisión de mirada ajena. Todo más colocado, más prolijo. Ningún calcetín fuera de sitio ni colgante sin funda. Pastillas del mareo en todas partes. Pensarán que soy yonqui). Pensarán.

Una casa en un pueblo con estación de tren. Un patio y una sombra. Eso imagino. Aeropuertos luminosos, ejecutivos con maletas breves y precisas. Madres con niños meones. Padres que leen el Marca y chasquean la lengua contra los dientes. Respirar hondo. Tal vez nunca visite China, ni Australia. A menos que den a bordo anestesia general como menú. O me duerman con una mascarilla que sirve propofol. La turbulencia es la muerte. Qué bien que llega el tren por ese túnel.