Mi querida Big-Bang:

Hay un día en la vida en el que empiezas el relato postveraniego con tus amigas de veinte años (antigüedad, se entiende) hablando de enfermedades en lugar de hablar de novios y revolcones estivales. Ese día te haces un poco mayor, y te da por salir a comprarte un vestido putanesco bien ceñido que te recuerde que la que tuvo, retuvo. Y te zampas un helado italiano de tres pisos con vistas a una acera prometedora que ayer surcabas en patines y hoy paseas sobre ruedas para desafiar la certeza de que, veinte años después, el tema es una próstata amenazada, una caída fortuita en la calle al son del SAMUR, una herida abierta en la piscina con negligencia médica incluida… La vida a los cuarenta se parece al vestíbulo de un hospital donde, pòr el momento, tú no eres la paciente estrella, pero te toca formar parte del acompañamiento. Lagarto, lagarto.

No, no son las primeras patas de gallo las que te encaran con el paso del tiempo, sino los cambios en el metabolismo y la dotación de tu botiquín. Es empezar a dormir menos horas, o cerrar los libros mediocres en la página nueve sin darles máyores oportunidades. Tempus fugit y fugit, y hay que atraparlo sin contemplaciones. Lo cual supone cierta eutanasia social, a saber: 1.no perderás ni un minuto con quien no lo merece. 2. No discutirás con taxistas sobre política y demás lugares comunes. 3.No intentarás que te guste la cerveza si no te gustó en dos décadas anteriores (ahí peco, pero estoy decidida a tontear con la absenta). 4.Aprenderás que el hombre ideal es una entelequia y que los ronquidos del que duerme a tu lado son un mal menor comparados con las taras de los que duermen junto a otras. 5. Asumirás que sólo un 10 por 100 de las tendencias otoño-invierno te encajan. Las demás, son los boletos para ganar la tómbola del mamarrachismo. Pero tú misma. 6.Entenderás que no hay verdades absolutas, sino empeños fortuitos. Y que las piezas de tu puzzle pueden moverse. Y no pasa nada.

¿Q que me encuentras asombrosamente equilibrada? Es la vuelta al tajo, que me ha metido en vereda. Y el encuentro cálido y deshilachado con mis amigas en la heladería de siempre, sita bajo el salón del ex novio de C., un sátiro que nos dio para buenos despellejes y relatos de alto contenido erótico. Esos que me propongo recuperar antes de que mi discurso se base en los efectos milagrosos del Espidifén, o en trastornos reumáticos de vieja convencional. O en las largas noches que ya no nos trae la ansiedad y el estrés, sino la duda de si dejamos anoche las llaves de casa por fuera o por dentro.