Cada jueves, al amanecer, sacrificaban a los mayores de 40 años bajo los pórticos de la ciudad. Los morituri apenas emitían un quejido sordo, estrangulado y breve, resignados a contribuir con su extinción a que Bolonia siguiera siendo estandarte de la juventud renovada y dichosa. Saber que la vida era tan corta la dotaba de una provisionalidad excitante y conmovedora. Ser joven era un tránsito fugaz. Ser viejo una violación estricta de la ley. Una carrera enloquecida hacia las catacumbas de la iglesia románica de San Stefano previa oración en el formidable templo de Isis…

He pasado mi fin de semana en esta ciudad imaginando un relato inverosímil que arrancara con una ceremonia de ajusticiamiento. He sentido el contagio jubiloso de la tersura de una veinteañera montada en bicicleta por vía Zamboni. He fantaseado con mis queridas amigas coetáneas con que nuestros adolescentes un día estudiaran en este enclave italiano lleno de torres torcidas, suelos empedrados y fascinantes librerías. Apartada injustamente por la fama rutilante de Roma, Venecia o Florencia. Oscurecida por el Plan Bolonia, una etiqueta académica estricta y disuasoria para el turista voraz, convencional.

He soñado con que seguía mirando  hacia arriba, a esos tejados viejos, esas almenas, esas estatuas de dioses paganos –oh Neptuno- y esos capiteles que ennoblecen unas columnas que acompañan la ciudad vieja sembrado de pórticos su pulso adolescente y desgreñado. He pensado que éramos mujeres maduras, vividas,  en una ciudad tomada por inquietos universitarios y que estaba bien así. He dormido con tapones en un hotel amable con la terraza más acogedora y recoleta que he visto nunca y me ha parecido que hay lugares que se alían con tu estado de ánimo y compañías valiosas que te aceptan como estés.

Plaza Mayor

He querido estudiar química o antropología sólo para alojarme en un palazio que es colegio mayor. Licenciada en trattorías, buscadora de los canales que fueron y alguien soterró cuando el negocio de la seda dejó de ser próspero. Aquí se mata todo lo que no es crisálida. Y el resto desafía a las costumbres, a los ruegos. Hay que conmutar la pena. Fin del duelo, por dios y por los hombres. He encendido una vela en San Petronio, por si acaso a dios le da por existir.

He pasado este viaje más callada que de costumbre, impresionada por tanta belleza y tanta luz. Ávida de arquitectura y de música. Y todo estaba bien, en esas escaleras. Y no he leído una palabra ni he escrito una línea, pero veía ante mis ojos un relato que pienso escribir sin falta esta semana.

Bolonia es más que un plan, es un destino.  Un incendio, una fiesta. Un tiempo de silencio y una juventud sin nostalgia que ya fue y no hay afán de renovar. Y esas amigas…