Mi querida Big-Bang:
Cierta figura institucional ha avisado a su mujer e hijos de que piensa concentrarse en su amante, a la que dicen que ha instalado a pocos metros de la residencia familiar. Todo muy civilizado, al parecer. En la casa oficial repartirá prebendas oficiales; en la oficiosa,  pasión desbordada, aunque señalaré que el hombre no parece estar para grandes despliegues eróticos. Con unos se sentará a la mesa, espalda recta, codos en su sitio, lenguado meunier en el plato, y con la otra deshará las sábanas -cadera en alto, rodillas a la remanguillé, champán francés en la mesilla- mientras se lamenta de no haber nacido en otra estirpe, en otro tiempo en el que las amantes eran figuras tan imprescindibles y cotidianas como la torre en el ajedrez.
A mí las amantes me han parecido siempre mucho más interesantes que las esposas. Mucho más literarias, mucho más casquivanas. En el cine la mujer es siempre pringada, no pisa la peluquería y viste algodón orgánico en tonos visón, mientras la otra lleva modelazos rojo sangre y la pedicura a punto. Glenn Close en Atracción Fatal. Diría que los armarios, neveras y librerías de las queridas encierran objetos tentadores. Pero eso es porque tengo muy sobrevalorado el amor libre.
Pienso en mi fantasía que con una amante no se habla de facturas, de citas con Hacienda ni del rendimiento escolar de los hijos, sino de los escorzos de Rubens, el despertar de las clases medias indignadas o el concierto para oboe de Albinoni. Una amante no comparte la cotidianidad. Ese sustrato de tierra. Una amante es cemento puro. Siempre dispuesta al revolcón, a la calada de pitillo postcoital, a la habitación deluxe con sábanas de algodón egipcio.
De rutina y desenfreno hablo con mi sabia amiga A-2. Una hora y veinte de aseveraciones sobre el amor y sus contornos. Ambas estamos de acuerdo. No queremos ser esposas, no queremos pelearnos por el mando a distancia ni llenar las horas de conversaciones planas, ni terminar las frases con aseveraciones del tipo “es aburrido, sí, pero en el fondo le quiero”.
…Y sin embargo, sentimos que el cemento sin arena no construye. Que llevar siempre la pedicura a punto es una trabajera y que las mallas de algodón orgánico son lo mejor para estirarse en el sofá sin esperar a que llegue ese tipo que ha mentido a su propia para robarte unas horas. Y que beber champán todo el rato es indigesto. Y que citar a Baudelaire en el orgasmo es redicho, sobreactuado y petulante. Y que siempre, al final, la amante se queda sola, tiritando en el quicio de la puerta mientras el tipo corre a comer lentejas a su residencia oficial donde la chimenea está a punto y los hijos llenan la nada de la pareja con los ruidos de la Play Station.
No sé si compadezco más a la esposa del tipo citado o a la amante que acaba de instalarse. Pero si tuviera que imaginar un final para esa historia, lo tengo claro. Una acude cierto día a pedir la sal a la vecina. Se miran con recelo, empiezan a charlar y con el tiempo terminan siendo amigas y condenan al señor a vivir solo con todos sus galones y su cadera rota. Luego ponen la tele, hacen palomitas en el microondas  y se ríen a dúo viendo por enésima vez “El Apartamento”.  Con la ilusión y el calor de la amistad en blanco y negro.
P.D. A mi amiga A-2, compañera de tantos laberintos.