Un tipo protesta en la Jefatura Provincial de Tráfico con maneras chulescas. La funcionaria pone cara de hastío y le manda el marrón al jefe, un petimetre atildado y con expresión de falta de riego. Los demás miramos la escena porque dos horas en una sala iluminada con fluorescentes dan alas a la desesperación. Entonces llega lo que siempre espero. El figura que olisquea sus quince segundos de gloria:

-¡Ése es de los que se crecen en estos sitios y en casa no son nadie, los domina la parienta y están en la cocina con el mandril!.

Yo escucho una palabra por otra y me pongo a salivar. En realidad, me parece que estar con el mandril mola mucho más que con el mandil. El speaker se ha quedado con la mirada fija en el público, sin darse cuenta de que son, somos, melasudistas. Que cualquiera que se somete a la burocracia de una pantalla con turnos luminosos en un lugar gris de gotelé se convierte en un cyborg anestesiado. Y de ahí a la violencia hay un paso.

Esperar es como comer pipas. Llega un momento en que te da todo igual, estás astragado pero sigues dale que te pego, en un bucle que sólo puede terminar en tragedia gástricoencefalográmica. En mi caso, el hormiguillo de la primera hora da paso a un estado de vacío cósmico donde me casaría con cualquiera, barrería el suelo o recitaría los versos del Corán sin plantearme ninguno de los actos. 

Los aeropuertos, los tanatorios, las comisarías de policía, las salas de hospital se parecen en que te llevan a estados de semiinconsciencia. La gente que no hace nada porque nada tiene que hacer reacciona de manera inesperada. ¿Que a qué viene todo esto? A que ayer me pasé dos horas en Tráfico y tres y media en una comisaría poniendo orden en mi vida. Las dos salas de espera eran iguales. Anodinas, frías, grispardescas. Yo esperaba de la poli una película trepidante, macizos de uniforme entrando en plan los Hombres de Harrelson, delincuentes abatidos y pistolas a tutiplén. Me encontré con el tedio, una máquina de vending poco surtida, agentes en chándal con las cejas depiladas y una chuki sembrada, en su línea:

-Mami, los policías que no llevan uniformes van disfrazados de personas, ¿a que sí?

Tres horas después, cuando ya habíamos denunciado a los malos y teníamos agujetas de repetir la versión de los hechos, salimos a la calle y la enana soltó: “¿Ahora a dónde toca ir a esperar?”. Y como no hubo respuesta sentimos un enorme vacío.

Esperar es morir. Pero una muerte dulzona y perezosa como un mandril.