Todos los días, Minichuki me suplica que la deje ir sola al colegio. Que ya es mayor. Y se enfada como un babuíno cuando le respondo que aún es pronto. Entonces aprieta el paso, mira al suelo muy airada y me somete a su desdén más violento hasta que alcanzamos la puerta del cole. A veces claudico a medias y si hemos cogido el autobús dejo que ella se apée una parada antes. Y a la madre aprensiva que juro que no soy le asalta una fugaz sensación animal de que esa será la última vez que la vea. Entonces se cierran las puertas, arranca el motor y ella, que ya aprieta el paso, se detiene un instante y me regala un saludo de refilón con la cara radiante.

-Me has hecho la niña más feliz del mundo.

Aclararé que Minichuki es muy teatrera y le gustan las frases hechas, mejor robadas al cine. En su determinación por dotar de realismo a su ficción se golpeó ella sola el pie la otra noche porque quería llevar escayola, como dos niñas de su clase. A los diez años el glamour se sustancia en la excepcionalidad, no en la tontería banal e inconsistente de las it-girls. Tuvo que confesar la autolesión tras someterla a un tercer grado en el que casi me hizo dudar, porque sus dotes son excepcionales. Y maneja la inteligencia emocional como si fuera hija de Daniel Goleman.

Pero esto venía a que he descubierto que hasta los padres más aguerridos tenemos miedo. No hablo del temor a que se caigan, a que los aíslen en el patio del colegio, a que fracasen o enfermen. Es el miedo a que pongan punto y final a su infancia. Unilateralmente, sin negociación ni pactos. Cuando Minichuki se baja del autobús está poniendo un pie en un territorio donde ni su padre ni yo pintamos nada. Cuando mi adolescente elige encerrarse en su cuarto cada noche y yo le mando whatsapps con bromas para que venga al salón y compartamos un rato, está diciéndome que su territorio de cambio y experimentación es como uno de esos clubs británicos donde sólo entran los socios más VIPS. Y que si fuerzo las cosas, me salto el cordón de seguridad y pido un gin tonic de Bombay en la barra de cuero granate, recibiré un gesto de desdén del camarero y nadie vendrá a sentarse a mi lado aunque haya un solo taburete libre en la estancia.

Hay un día en el que sientes como nunca que el cordón se ha roto. Y me
temo que el momento no se explica en los manuales para padres con dudas.
Hay un día en que tu hija deja de darte la mano por la calle, y te
duele el corazón. Otro día se le olvida el beso de la noche, y corres a
su cama porque para ti es mucho más crucial que para ella. Y
te lo devuelve escorado, avisándote de que lleva la cara pringosa por la crema del acné.  Hay un día en el que entra a tu armario y lo asalta, y
te roba hasta las bragas, y ahora la furiosa eres tú, porque no piensas
que en realidad, cuanto más lejos crees que estás de ella, has empezado
a ser su modelo y no va a escatimar esfuerzos ni hurtos para mirarse en
ti.

Supongo que saberse excluido es una señal de que las cosas marchan bien entre un padre y un hijo. Lo contrario, claro, sería enfermizo. Pero no puedo evitar sentir que, al igual que desde que nacemos empezamos a envejecer y a avanzar hasta la muerte -lo dice una vitalista con carnet- desde que parimos empezamos a despedir a nuestros hijos.  Y hay un día en que lo vemos, como una revelación, un relámpago, justo cuando se cierran las puertas de un autobús, de un dormitorio. O en el instante en que, al doblar la esquina, tu chukina de diez años te suelta la mano con determinación y te pide que vayas veinte pasos por detrás de ella. 

-Como si no nos conociéramos. Que ya soy mayor.