"Las niñas", de Pilar Palomero

He vuelto al cine con avaricia. A los museos con la reverencia de ayer. A las iglesias vacías con respeto y sin fe, pero en esa escucha que el silencio activa y te hermana con la trascendencia y te hace prender velas por ti y por todos tus compañeros/as. He vuelto a la decepción y a la esperanza efímera. A la insoportable deriva de la lectura diaria de cifras. Al respeto litúrgico y talibán por las palabras -nunca lo perdí, se ha agudizado- y a la ausencia de respeto por quienes las falsean, las escupen sin tino o las utilizan como bombas de humo para ocultar su nada cubierta de temor.
He vuelto a los pendientes tras dos décadas y no sin antes perforarme con dolor muchas veces las orejas. A las series que no duelen ni enganchan ni dejan borra en el cerebro. Al colágeno con magnesio, a la valeriana con triptófano y a sacar entradas por impulso para un concierto en el Teatro Real. A la compasión y al desapego.

No estoy de vuelta de nada, sin embargo. Me sigue asombrando el ser humano y sus reacciones ante la incertidumbre. Me siguen seduciendo el sentido común y la bondad inteligente. Me sigue estremeciendo la mentira y su voraz recorrido subterráneo de termita.

(“Tranquila, no hay termitas, no son ellas”. En mi casa de pueblo de adopción escucho aterrada la carcoma. El técnico me dice que no me asuste. “La carcoma se alimenta de la superficie de la madera. La termita devora el corazón, lo deglute a escondidas y podría derrumbarlo todo”. Reconozco ese miedo como el terror infantil a los pasillos oscuros de donde saldría la mano negra. Ese mito del patio del colegio).

Un diván en Túnez

El colegio de monjas, de eso hablo. Ayer vi con mi hija mayor la película “Las Niñas”, de Pilar Palomero. Ganadora del Festival de Málaga. Me cautivó su verdad, a ratos me exasperó su ritmo lento. Pero tenía un sentido. Contar la evolución de una niña anestesiada por su entorno íntimo y su cultura hasta ser capaz de arrancarse el corsé y hacerse preguntas dolorosas lleva su tiempo. Ese silencio agrio, sin banda sonora que lo llene. Buñuelos sin nata ni merengue. Me sobresaltaron un par de ¿anacronismos? (el filme “Marcelino Pan y Vino” pensé que ya no se recetaba en los 90, y “Soy capitán de un barco inglés y en cada puerto tengo una mujer” era un juego de patio tardofranquista -o sea, de mi Mater Inmaculata- ¿¿¿¿¿de la época de los Héroes del Silencio!!!!).

Diría en mi ignorancia que había algo de Saura en esta peli. No sé cómo se llama la protagonista (Andrea Fandos, leo ahora), pero podría ser Ana Torrent. Ojos que van por libre y se expresan a gritos desaguados. Planos angostos de espíritu, bombillas de 40w. La oscuridad de una época que no eran mis 90, sino aquellos bostezos de una década previa llenos de primeras veces y paseos furtivos en la moto agarrando la cintura del chico que molaba en la pandilla. Castigos y padres y madres que ocultaban secretos con pavor. Infancias sin respuestas con cajones prohibidos y deberes en la cocina. Y a las diez a la cama, y poca ropa de salir en los armarios.

O puede que la película cuente la irremediable coincidencia de las corrientes subterráneas de la mala educación -cauces de intimidad- con la explosión hortera del triunfalismo de una década entregada por fuera a los fastos de la Barcelona olímpica y a promover el uso de condones contra el sida. Esa distorsión entre lo que vives y lo que sientes; entre lo que te cuentan que es importante y lo que de verdad importa.

Lo dejo aquí. Hoy toca museo con mis hijas y cine (otra vez) con mi amiga P. Otra historia de mujeres, esta vez del mundo árabe. Compruebo que desde que volví a las salas de cine todas las historias tienen ese denominador común (Papicha, La boda de Rosa, Las Niñas…Un diván en Túnez). Y todas me gustan!. Además en los cines se han tomado muy en serio las medidas contra el coronavirus y por eso hay que ir. Por eso y porque sin historias pequeñas contadas bajo el magnetismo de una pantalla grande, sin móviles vibrando alrededor, no se puede vivir. O al menos yo no quiero.