Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese “no sé adónde ir” que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia“. Stefan Zweig. “El mundo de ayer. Memorias de un europeo“. Acantilado.

La soledad famélica del amanecer me vuelve hipersensible a Stefan Zweig. A mi derecha la suave montaña astur, más bien ladera, me saluda con la condescendencia de quien siempre estuvo allí, mientras dormías. De quien no se siente ligado a una que clama cada verano por la protección balsámica de la Tierra Prometida. Este es mi sitio. El lugar que me acoge como a la apátrida que soy después del duro invierno y sus embates. “Es un premio llegar y tener delante de tus ojos esa maravilla, ¿verdad?” me decía ayer G., un hombre calmo que es el profeta aquí, y que habla bajo, en un susurro, por respeto y para no perturbar a las fuerzas de la naturaleza.

Ser libre en el sentido Zweig del término es mi objetivo, aunque no lo había pensado. Ayer, según llegué tras un viaje tortuoso con paradas en urgencias, cobijo en una posada de pueblo, el diluvio universal y el triste hallazgo de la desaparición de la buganvilla de la casa, decidí salir al encuentro de mi amor Lord Byron. El camino hacia ese mirador telúrico al que encomiendo todos los estados de ánimo es una senda con una pared de piedra tan sólida como la fe de los que creen. Una curva a la izquierda te empuja al precipicio donde siempre imagino a una mujer que aúlla y a Lord Byron, dos amantes condenados a no encontrarse pese a que vagan en este mismo lugar que es una cama de helechos, tierra negra con algas, agua herida y piedras afiladas. ¿Dónde estabas, mujer, que te perdiste?

Donde hubo playa, ahora son rocas

Me viene a la memoria el poema Farewell de Neruda,  y lamento no haberlo incluido entre mis libros de las vacaciones. Elegir es renunciar, amor chileno. Aquí casi es Atlántico, más huele a Cantábrico, que es un aroma triste y huérfano de sal. Hice mis rezos al mar, y seguí la senda tantas veces recorrida hasta la otra playa. Llegué y ya no era playa, sino un batallón de piedras que se han apoderado de la arena y desafían con sus cantos afilados cualquier pie que ose volver a entrar entre sus aguas. “Para que nada nos amarre, que no nos una nada“, cantaba Sabina con Neruda, y es puro Zweig. Y recordé hace un par de meses cuando en la presentación del libro de mi Rakelina una voz retó, con cierta sorna: “¿Hay alguien aquí a quien le guste Sabina?”, y mi dedo saltó como un resorte, aunque el tipo en sí no me gusta, pero sí sus poemas y sus letras y esa voz menos cascada de hace veinte años -no de ahora- cuando yo iba a sus conciertos y saboreaba su respeto poético a las palabras, en contraste con esa pose maldita tan innecesaria como su bombín. Las apariencias…

Lo dejo ya, querido Stefan Zweig que alumbrarás mis días estos días. Yo sí quiero saber a dónde ir. Quiero ser rescatada si me pierdo. Quiero correr cada mañana por los acantilados y dejarme salpicar por los bufones de agua. Ya siento reverencia, tarde para la contención y la distancia. Un velo de sol saluda tímidamente esta mañana, y es la paz. El punto de partida. Mis hijas aún duermen.