Sorolla

Es una mañana de viento frío y
afilado como agujas de cristal y se espera que amaine a partir del
mediodía. Caty se ha despertado, ha tenido su primer pensamiento, un
fogonazo -¿habrá suficientes huevos?-y se ha calzado distraída las
zapatillas de franela azul marino con corazones. Va a cocinar un bizcocho. Con el punto exacto de
esponjoso grosor, el tono levemente anaranjado y unas pasas de
corinto. 

P { margin-bottomLas pasas serán la sorpresa. El
invitado inesperado que anima, vivaz, la tediosa rutina familiar con
sus anécdotas mundanas. Normalmente sólo le pone huevos, azúcar,
levadura, una punta de vainilla en rama y un yogur de limón. Pero la
ocasión merece un extra. El “toque maestro, reina”, como repite
el chef de la tele mirándola a los ojos
. Y Caty le devuelve la
mirada con ese arrobo coqueto del ama de casa a quien sólo piropea
el carnicero.

Claro que, piensa, el detalle de las
pasas dotaría a la investigación de un elemento desconcertante. Una
pista falsa como el Sorolla que preside el cabecero de la cama
. Las
velas de la barca infladas de orgullo, el azul destelleante, las
costureras de redes afanadas al sol como una bendición y una
alabanza. La promesa de libertad condicional. Tú eres el barco,
hincha las velas, sopla, sopla fuerte.
¿Por qué demonios hizo bizcocho
con pasas? ¿Qué significaba exactamente ese cambio en una vida
carente de sobresaltos. Rutinaria. Trazada con escuadra y cartabón?.

Dirían.
Tan previsible como un trueno después
de un rayo.
Es una mañana terca, diletante, de
esas que se hacen esperar, y a Caty le ha dado por pensar que debía
ordenar el armario del dormitorio. Las camisas de franela, todas de
cuadros. Con ese olor a sudor agrio de hombre que no se va con los
lavados.
Sus pantalones, calzoncillos de algodón y calcetines
zurcidos como un mapa de hilos obedientes cuidadosamente tramados.
Quizás mientras el bizcocho se cuece en el horno -35 minutos, 180º-
y antes de ocuparse de los niños. Fuera se escucha el azote del aire
contra las contraventanas, aún no han sonado las campanas de las
nueve y la vecina trajina al otro lado del tabique.
-No entiendo nada. Había estrenado
unos zapatos. Nadie estrena unos zapatos justo para eso….
Repasa ahora la nevera. El cajón del
congelador. Siete tupper cuidadosamente alineados con sus etiquetas
correspondientes: Caldo de cocido, ternera a la jardinera, paella de
pollo, lentejas sin chorizo, macarrones bolognesa, sepia con patatas
y potaje de bacalao
.
A Rober le encantaba el potaje. Lo
recibía con jubiloso entusiasmo y a veces hasta le regalaba una
palmada en el trasero. “Nena, esto lo bordas. A ver si me lo haces
todas las semanas”. Luego se olvidaba de que ella estaba allí y
concentraba sus dedos avariciosos en el mando de la tele o resolvía
un sudoku, rezongando si se le resistía. Y no había hombre en casa,
ni padre ni marido.
En
la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte os separe”.
Es
una mañana arisca y desabrida como una mala suegra
y Caty se hurga
las uñas de los pies con indolente tranquilidad infantil y ese mohín
de quienes ejecutan tareas simples con ambición de trascender
. Caty
tiene unos pies blancos de novicia. La piel lisa y libre de
contingencias. ¿Cómo es que no vas al callista?, le preguntaban sus
amigas a menudo. Callista le parecía una palabra repugnante.
Vísceras con sangre. Cuchillas oxidadas. Durezas impertinentes. Ella
tiene pies de doncella -”soy virgen por los pies, aún soy virgen”-
y los cuida con mimo de amanuense. Primero el peeling, después la
parafina caliente. Las cutículas libres de rebordes, perfectas. Las
uñas cortadas al ras, con forma cuadrada, clac-clac. Y el toque
final, el pincel suspendido con la laca roja, justo antes de caer
como suaves pétalos del centro a los bordes, recreándose para no
salirse del borde. Perfecto.
-No
sé para qué te pintas tanto. Si además nadie te los va a ver.
-Los
veo yo, Rober, es suficiente.
(María
Catalina Alonso Atienza falleció a los 43 años, víctima de sí
misma. Deja marido hambriento, comida para una semana y un bizcocho
con pasas
. Esponjoso, el dulzor justo, un estallido litúrgico para el paladar y
las papilas gustativas. Amén)
.
Ahora
Caty imagina el panegírico del cura y se lamenta de no haber sido
más generosa en el cepillo del domingo. Con el rabillo del ojo
vigila el horno. El aire empieza a impregnarse de olor a vainilla. La
fragancia del amor despreocupado.
Cinco años atrás, más uno de
novios. Rober es el guapo del pueblo. No ha estudiado, pero a quién
le importa eso. Gana bien en el aserradero. Sale con dinero en los
bolsillos, la coge del talle, el vestido como las campanas,
volandero. Le acerca la boca ansiosa al cuello, a ella le encanta
sentir el picor de su barba y piensa que podría quedarse a vivir en
esa piel que raspa para siempre.
Cierta sensación cálida de
pertenencia a alguien. A algo. Los alambres de la cerca libres de
nudos y de pinchos afilados. Escapar de casa, del tendedero y del
cesto de patatas. De la envidia de su hermana, del sarcasmo cuando
lee esas novelas con nombre de flor de primavera. La vida por
delante, sin delante. Ni vida.
Y
Rober al rescate. Rober que huele a cuero y a madera. A sudor de dos
días. Que la llama nena, la agarra fuerte el talle y a veces se
trepa hasta los pechos, se los come con ansia, los escupe
. La llena
de sí por arriba, por abajo. La deja exhausta en la cuneta que es su
cama de soltero. El olor aún más fuerte. Dulzón, mareante. El
deseo para sentirse viva. Y después hueca. Y después un poco
muerta.
Yo,
Catalina, te tomo a ti, Roberto, por esposo, y prometo serte fiel en
la salud y en la enfermedad…
Es
una mañana tenebrosa como una catacumba y Caty apaga el horno. Saca
el bizcocho, lo pincha para comprobar que está listo. Le ha salido
esponjoso, naranja como un atardecer de postal balinesa.
Lo saca a
enfriar a la ventana. Se agarra el talle, nostálgica de aquel que ya
perdió. Un primer embarazo, “de penalty”, murmuraban las
vecinas. La boda, sin pensar. Mejor no pensar, en esos casos. Te
subes a la barca, soplas, soplas y el matrimonio se hace a la mar como un Sorolla falso
.
Pronóstico tormenta. Se acabaron los paseos abrazados por la calle
mayor, domingo por la tarde. La conquista batida en retirada. Polvos
de cortesía, descorteses. Dos hijos, un tercero. Y tanto trabajo,
cosiendo calcetines como una Penélope más, la mirada en la ventana.
Llenar los días, casarse es llenar los días
como puedas. Ser minuciosa en las uñas y en la cocina. Sonreír al
carnicero
. Dar las buenas noches a los niños, cuadrar las sábanas,
apagar la sopa. Esperar a la noche, oírle respirar, odiarle, aspirar
sus pesadillas. Vomitar. Vomitarlo todo.
(A
las 10 de la mañana, calcula el forense, los tres niños se sentaron
a la mesa y tomaron el desayuno. Un bizcocho con leche, al parecer.
Una hora después los encontraron muertos. Ni rastro de su madre,
Catalina Alonso. El padre, Roberto Martínez, permanece en dependencias
policiales prestando declaración ante el juez)
.