Mi querida Big-Bang:

Se me ocurren pocos lugares más cetrinos que una gestoría. Esos antros del papeleo donde aún hay registros polvorientos que se rellenan a mano y donde las paredes son de gotelé beige con una sospechosa pátina gris panza de burra. Sostengo que si no se han modernizado es porque sus dueños saben que el cliente va por estricta necesidad. Para poner orden a una vida llena de trámites inaccesibles a la paciencia y a las entendederas. Una gestoría es como la funeraria para zombies y de ahí que se parezca, en su grisura, a un espacio de últimas voluntades donde se firma con bolis de plástico amarrados por un cordel al mostrador.

Valga esta introducción para  reseñar que mi vida, últimamente, trasnscurrre de gestoría en gestoría. Traspasar un coche, dar nombre y apellidos a otro, confesarme con Hacienda…y así. A la primera llego corriendo y la empleada, con asombrosa lentitud y sin mirarme a los ojos, me da a entender que he apurado demasiado: “cerramos a las seis y media y son y cuarto”. “Pues perfecto, tenemos 15 minutos”, le respondo sonriente sin dejar de mirar su camisa de tergal amarillo mostaza, a conjunto mimético con la pared.

Tras hacernos la pregunta crucial: ¿quién es el comprador y quién el vendedor? y rellenar unos cuantos papeles que llevan fecha de los noventa corregida a boli y fotocopiada, informa a mi compañero que le pondrá la dirección que figura en el DNI. “No, verá, es que ya no  vivo allí y necesito la nueva para sacarme la tarjeta del aparcamiento o Gallardón me freirá a multas”. Y ella: “Imposible. Tendrá que empadronarse y luego volver”. Y yo, alterada porque no me he tomado la medicación para una gestoría feliz y pacífica: “Verá, es que yo no voy a volver a dedicar un día a venir a verla otra vez”. Y entonces ella, sin variar el tono cansino, nos informa que por 10.45 euros empadronan hasta al Tato. Y que en cinco minutos cierran.

En aire del ventilador me está descomponiendo el look, hay cables por todas partes y las mesas son como de los hermanos pobres de Mad Men, pero contemporáneas. La empleada no ha apurado su café en vaso y su bolso, de plástico, parece listo para un despegue inmediato. Entiendo que pasar ocho horas en este infierno te quita las ganas de vivir. Entiendo que mirar un calendario de Fruterías Manolo justo antes de rellenar cada impreso debe bajar cualquier libido profesional. Asumo que lo más trepidante que puede sucederla es que un famoso tipo Bertín Osborne se acerque a resolver un trámite una tarde de junio. Y que entonces ella se retocará el carmín, coqueta, y puede que le ofrezca un café de plástico y demore el traqueteo del teclado para deleitarse. Y luego, cuando él se vaya, corra al calendario de Fruterías Manolo para marcar el día de Bertín. Y llame a Puri, su compañera de piso, para contárselo con pelos y señales.

Pero mis reflexiones y yo volamos ya hacia la segunda gestoría, en un piso interior con vistas a un patinillo, más que patio, y tubos fluorescentes que chisporrotean por una mala conexión. Hay pilas de expedientes con matrículas nuevecitas de coche atadas con gomas marrón clarito, y las secretarias llevan las uñas larguísimas y naranjas. El pelo, graso, imagino que porque no se ventila en este espacio pequeñísimo o porque motivarse para ir a este cuchitril cada día a trabajar es un acto heróico. El calendario es de neumáticos Firestone -faltan las tías en pelotas- y las camisas también acrílicas, de esas que huelen a sudor a poco que fricciones el brazo. Constato, de un vistazo, que aquí el gotelé es gris clarito -¿mugre o original?- y que el suelo es de sintasol, que en los sesenta era epítome de la modernidad.

Sonrío a las chicas, y les daría el pésame si pudiera. Me miran los zapatos: “Vaya tacones…¿y con eso va a trabajar?”. “No, estoy ensayando para una performance de drag queen”. Se tronchan y apuran a Jacinto para que me atienda rápido. Me ofrecen un café de plástico. Se sirven uno. Me siento en la silla de ruedas con la funda de plástico mordida por las ratas y pienso en Kafka mientras Jacinto pone orden a mi vida comprimida en tres impresos. Pago y me dan ganas de besar a las chicas. O al menos de cambiar ese calendario por el que transcurren sus vidas a la luz mortecina del flexo…