Mi querida Big-Bang:

Mientras Trípoli arde Penélope pasea su palmito por la alfombra roja. Lo entiendo. En el glamour y en la guerra sería un buen claim. Las estrellas van a la alfombra como a la madre de todas las batallas. Saben que estaremos fisgando cuántos donuts se han comido de más. O cuánto jugo de piña o té helado como dieta absoluta. Treinta segundos de gloria con corsé prieto bien valen una misa, supongo. Y si Penélope Cruz es lista habrá corrido tras el backstage a zamparse un buen montado de lomo con pimientos después de la gala.

Las dietas, tú sabes, me parecen una fórmula refinada de tortura de los tiempos modernos. Si has nacido flaca, además, no tienes ese resorte de culpa cuando ponen delante de ti un platazo de paella o un buen pincho de tortilla con su pan. A mí el pan con pan me vuelve loca, y sólo cuando me siento y aparece la lorza me planteo que es mi enemigo. El Darth Vader de mi existencia. Pero, claro, yo nunca desfilaré por otra alfombra que la del descansillo del portal. Con su cuadro español de galgos al óleo a un lado y su ficus benjamina lleno de ácaros al otro.

Ser una celebrity con plaza en los Oscar es un dislate. Al menos, si robas los joyones que Bulgari te presta para la ocasión, tiene su aquel. Pero si llevas detrás de ti dos armarios roperos que vigilan cada movimiento no por el resalte de tus curvas a dieta, sino por todo lo prestado -que es todo, menos bragüelas y suti- la cosa cambia. Sólo de imaginar anoche los miles de comentarios venenosos que las arpías vertimos por la red a costa del traje y su moradora, de los retoques y cirugías, del pelo y las plumas, las pobres debieron quedar escaldadas. Pero la fama cuesta, y en la alfombra roja es donde hay que pagar, con sudor.

No vayas a pensar que es envidia tiñosa, que también. Yo tuve mis momentazos de gloria cuando salía de fiesta cada Nochevieja. Mi abuela, en su papel, nos miraba alternativamente a mi hermana y a mí y pronunciaba su veredicto: “estáis muy bien, cada una en su estilo”. Pero nunca confesó qué estilo era ese y, sobre todo, si le parecía un estilo o un atropello estético, que también. Hablando de una señora que llevaba sienpre lencería Christian Dior, aquellos lamés y brillos debían parecerle una astracanada, pero nos mentía con cariño, sabedora de que la alfombra roja de la vida ya era suficientemente hostil como para ponernos un pero.

Así que, Penélope, no pienso opinar sobre tu silueta postpártica ni tu traje de mujer de rojo. Espero que a estas horas estés dándote un banquetazo mientras tu look de la 38/40 regresa en carroza a su palacio. Las princesas, lo que tenéis, es que sois disciplinadas y dais por buena la batalla si no hay demasiados desperfectos en cada plano. El resto, las mortales, nos pusimos ciegas de palomitas y coca cola. Sin culpa, sin glamourazo y sin metralletas. Es lo que tiene el pacifismo militante.