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Recuerdo el vacío que dejaban los
domingos de ayer. El domingo transcurría a cámara lenta y eso no le
quitaba dramatismo, sino todo lo contrario.
Si salías, porque de
pronto estabas en la cama y el cartel de The End te espoleaba el
insomnio. Si no, porque eras una pringada sin éxito social y abonada
a las mallas de algodón color grisáceo y a la merienda triste con tus hermanos pequeños. El temor al lunes, me
parece, es en verdad la angustia de domingo.
El pobre lunes lleva
toda la vida pagando el pato, por el famoso principio de la fama y la lana.
Últimamente en mi vida no hay
domingos. Sólo séptimos días en los que no descanso como el Señor
de la Biblia.
Así que me engaño a mí misma haciendo lo que se
supone que se hace un domingo: por ejemplo, desayunar churros con
café hirviendo que te dejala lengua hecha un churrasco. El churro, como la paella, es fiesta. Un
subterfugio de celebración que si cierras los ojos y masticas
despacio, sintiendo la grasilla entre los dientes, se parece mucho a
la felicidad.
A mí los domingos me sobrecogen desde
que los habito en un pueblo que soñé hace tiempo. El ritual de
recogida se ha convertido en una ceremonia morosa que incluye
aspiradora, mullido de los sofás y ambientador en “on”. Albergo
la fantasía de que si dejamos la casa como si acabáramos de entrar
en ella es igual que si no nos hubiéramos marchado nunca
. O sea, que la
eternidad del domingo reside en la fregona con ese detergente de
pétalos de rosa palo que parece de Chanel, o en estirar pulcramente el edredóny disponer los cojines en un tétrix perfecto que he aprendido contra mi naturaleza ligera y chapucillas.
Patio de domingo
Todo con un fin ulterior perverso: si el domingo
no termina, no habrá lunes ni martes
(la Artista antes llamada
Minichuki, adolescente furibunda o no según sopla el viento, odia
también los martes y ayer celebramos jubilosas que por fin estábamos
de acuerdo en algo). Es decir, que limpiar la casa en domingo -a
otros les da por planchar viendo una película horrorosa, con la
mirada perdida- es como parar la rueda de la jaula de un hámster cocainómano.
Congelar el minutero, crear
una ficción redonda a partir de un churro, la versión cañí de la
magdalena de Proust.
Si lo miras bien, a la tozuda realidad le importa tres que sea domingo. A los curas algo menos porque pasan el cepillo,
aunque su clientela se ha reducido y no porque hagan el truqui de la
fregona y el aspirador. A Puigdemont y a la juez Lamela, tres cuartos
de lo mismo. Lasórdenesde búsqueda y captura no cierran por descanso dominical. A mi perrillo Brontë, ídem mientras su escudilla
esté llena de pienso con sorpresa a las nueve O´clock de la mañana.
Y no os diré al campo que contemplo desde donde escribo los domingos. Ese sigue
desperezándose entre escarchas de Otoño y bosteza cada vez más
pronto justo después de mi siest
a, apremiándonos para que nos pongamos a recoger,
que el lunes amenaza con sacar su impertinente sable de acero a la vuelta de la curva,
justo después del desvío que en una hora nos llevará a los churros
y al café. A esa eternidad sin tiempo que ha terminado siendo para mí cada domingo.