Hay sitios a los que cuando te vas no debes volver. Lugares que no te reconocen tiempo después del abandono. También pasa con algunas personas. Que no son rescatables, aunque podrías recitar sus biografías como si leyeras un mapa lleno de detalles. Cada monte, cada río, cada extensión de tierra ocre, verde o roja según la dictadura caprichosa de las estaciones.

Ayer volví a mi colegio, del que salí hace treinta años. No lo había previsto, pero la bicicleta y los afanes del sol primaveral me llevaron a recorrer mis lugares del pasado. Sin nostalgia, más con curiosidad de científico que quiere comprobar si los arañazos del tiempo no sólo han pasado por uno sino por los escenarios que pisó. El cole de las monjas está a menos de un kilómetro de mi casa, y sin embargo no había entrado en todo este tiempo. Algo parecido a la intimidación que sientes delante de un cementerio me impedía dar el paso. Además, la linde que en mi infancia trazaban unas arizónicas mal podadas y polvorientas hoy son vallas altas y herméticas más propias de una cárcel de máxima seguridad que de un centro escolar.

El cole, la monja…

De modo que fisgué, traté de mirar en el mínico hueco que dejaban dos planchas de hierro, y cuando parecía que estaba planeando el asalto a la cámara acorazada de un banco, tales eran mis contorsiones sobre la bicicleta, vi claro por qué estaba ahí. Tenía que entrar a rescatar mi memoria. De modo que me dirigí a la puerta y, tras comprobar que cedía, entré en el vestíbulo de siempre. El eskay y la madera vieja son hoy bricks de pavé. Y en la portería no estaba la vieja Joaquina, una mujer que olía a cerrado, vestía de gris o marrón y te curaba las heridas con mercromina. La encargada de llamar a mi madre cuando me rompía un hueso o me desgarraba una pierna.

Estaba la monja que me suspendía física y química, mi “enemiga número uno” de los 16 años. Y me pareció paranormal que aún viviese porque no era una anciana y yo sí una mujer madura. O sea, que mi cambio era sin duda mucho más notable que el suyo.

-Buenos días, ¿viene a la exhibición de judo?
-No, vengo a ver mi colegio… ¿Se acuerda de mí?

La monja, a la que apodábamos La Foca por su hirsutismo facial, clavó la vista en mí, con una sonrisilla algo incómoda. “El pelo no es, claro…”. (Claro, han corrido ríos de tinte desde que salí, pensé yo). “Pero esos ojos, los ojos sí”. Tras recitarle mi nombre y dos apellidos se le iluminó la cara con un relámpago de reconocimiento. “¡Ah, sí, claro!”

-La Física no se me daba nada bien…
-Ya…eras de letras. ¿Y qué te trae por aquí?
-Quería ver el colegio, comprobar si está como lo recuerdo…¿Me deja entrar en la iglesia?

La iglesia del colegio

La monja me respondió que por supuesto, que podía ver lo que quisiera, y muy jacarandosa me fue guiando por los pasillos en un flashback emocionante donde reconocí la escalera por la que subíamos a clase, la misma donde la directora, una monja severa y cruel, me confiscó mi precioso jersey frambuesa el día que vomité sobre el azul marino del uniforme y cometí la osadía de romper la sagrada regla indumentaria. Mientras la seguía, comprobaba que las dimensiones eran mucho más pequeñas que las de mis recuerdos. Y había pasillos que entonces no estaban. Puertas de metal en lugar de las de madera y al fin, la iglesia. Exactamente igual que yo la recordaba. Con su Cristo y su Virgen, impávidos, sordos y mudos, y ese atril donde leíamos tantas veces en tantas misas como para salvar nuestro alma y el de tres generaciones.

-¿Puedo hacer una foto, madre?
-Pues claro que sí. Espera, que voy a encender las luces.

Yo estaba feliz, emocionada, pero ella… Ella parecía querer complacerme rapidito para que me fuera lo antes posible. Aproveché que sonó el teléfono y corrió a atender la llamada para asomarme al patio donde jugábamos a balón prisionero, al baloncesto, a la goma. Vi mis rodillas con sangre, mi clavícula rota, mi colección de esguinces. Las filas por cursos y el rezo del ángelus tras el recreo. Volví al vestíbulo. La monja sonriente como cuando entraba en clase. Una sonrilla falsa, rematadamente falsa. La recordé en el viaje de fin de curso a Mallorca. Nos acompañó a la discoteca. De vuelta nos contaba triunfante que había hablado con un chico. “¡Ni se ha dado cuenta de que soy monja!”.

No darse cuenta de que era monja era como no reconocer a Quasimodo jorobado en el tejado de Notredame. Imagino que entonces tendría menos de cuarenta años, pero para nosotras su edad era indeterminada como su sexo. Y juro que treinta años después esa mujer era la misma pero con canas. Sin duda había pactado con el diablo.

No me preguntó absolutamente nada. Ni si tenía hijos, ni a qué me dedicaba. Tras informarme de que sus compinches de entonces siguen vidas -alguna cumple ya 96- me despidió aliviada y sentí los pinchazos de su cara en mi cara al besarme en la puerta.

No creo que vuelva a mi colegio. Ya no formo parte de él. No he ganado ni uno solo de los trofeos de la vitrina de la entrada. No huele a puchero rancio ni a lejía, como entonces. Y, sobre todo, no está Joaquina para curar mis heridas ni llamar a mi madre si me rompo la crisma o me duele el alma, como entonces.