De niña solía estar castigada en el rincón de pensar. Entonces no se llamaba así, era más bien el cuarto oscuro o, directamente, el descansillo de la casa. En el cole las monjas solían sacarme al pasillo “a ver si se te pasan los nervios”, y entonces yo aprovechaba para pensar. Eso que los padres modernos hemos convertido en un castigo.

Pensar es un ejercicio demasiado libre como para que te dejen suelto. Si te condenan a enfrentarte a pensamientos te están dando el cielo para huír, pero eso los verdugos no lo saben porque de siempre este trabajo ha sido propio de personas obedientes sin grandes arrebatos de intelectualidad. Las contradicciones de la educación actual se parecen a las perversiones de la de antes. Seguimos queriendo coartar la libertad porque los niños “nerviosos” dan por saco. Pero no conozco un solo niño tranquilo que sea Einstein.

Me gustan los niños agitadores, aunque a veces quiera estrangularlos. Las monjas siempre preferían a esas alumnas que llegaban bien peinadas con sus coletas y horquillas de carey y volvían impolutas a sus casas. Sin manchas. Inodoras, incoloras e insípidas. Conozco bien a alguien así. Es oscura y se lava no por higiene sino para no dejar huella. No se pronuncia y si lo hace carece de contundencia. Entra y sale de puntillas como los indios cherokees y no recuerdo una sola aportación valiosa suya a las discusiones. ¿Cómo la castigarían en su infancia?, me pregunto.

No es que esté en contra del castigo, pero la verdad es que me cuesta ponerlo y mantenerlo. Si le quito a Minichuki la Anintendo (así cree que se llama) y la escondo, tardo tres minutos en perderle la pista. La última vez que apliqué este escarmiento severo nos costó año y medio encontrarla y al final la castigada era yo de la cantidad de reproches que me tocó escuchar. “Tú como urraca no tienes precio, chati…”

Creo que en el fondo siento que he vivido castigos por mí y por todos mis compañeros, por eso las chukis me tienen ganada. Recuerdo que mi hermano A. y yo nos pasamos una tediosa tarde de domingo castigados tras una dura pelea mientras el resto de la familia se iba a ver “Siete novias para siete hermanos”. Bien mirado, no me perdí gran cosa porque aquella era una película ñoña sobre el amor cortés con banda sonora petarda y pelín incestuosa. Mi hermano y yo nos adoramos, eso sí, y recordamos ese día a la hora del café, tirados en los sofás, y nuestros hijos se parten de risa con los castigos de antaño.

Las monjas no sabían que alentar rebeldes de pasillo es alimentar monstruos. Que el pensamiento no se puede meter en una caja de cerillas porque explota y salta todas las barreras estratosféricas. Creo que se equivocaron y debieron castigar a esas niñas buenas e insípidas a rellenar una cartilla de razonamiento. Un cupón y un pensamiento propio, señoritas. Pero esto lo dice una tiñosa que se pasó la infancia recluida en sitios inventando historias para no sufrir. Y ha terminado ganándose así la vida.

De manera que aprovecho este micrófono para agradecer a mis verdugos su afán por ponerme coletas. Que sepáis que hace años me corté el pelo como un chico y no necesito secador ni horquillas de carey para pensar. Y que algunas tardes de domingo me encierro en casa voluntariamente, pongo música, saco el ordenador y aporreo las teclas. Y  me siento más libre y feliz que nunca.

Las torturas a veces se convierten en placeres. Que se lo digan a los sadomasoquistas.