Totum revolutum o el origen del relato

Durante un tiempo salió con un hombre que usaba un perfume llamado Farenheit. Farenheit solía llegar segundos antes que su amado, y la hacía suya en una ceremonia ritual azmicle, asfixiante y embriagadora. Era Farenheit o el destino. Farenheit o muerte. Pronto entendió que ese hombre no tenía mucho más que ofrecer, y se entregó al dulzor pachuli, amaderado y violento de la fragancia sin medir qué pasaría el día que él olvidara bautizar su piel insípida y desalmada con unas gotas de aquella poción. Farenheit o catástrofe. Farenheit o desolación. Eso sería. Otras veces había roto por motivos más insignificantes, como los celos, la envidia o la traición. Por qué no hacerlo entonces por olvido, por ausencia. Por el pecado mezquino de omisión, en suma.

Anoche soñé este arranque de relato pocas horas después de descubrir lo que es the cheville en el capítulo “Aspectos técnicos del estilo en la literatura” del libro “Escribir” de Robert Louis Stevenson (Páginas de espuma).

Pocas cosas me excitan tanto como la irrupción de un término nuevo, una realidad que no existía y a la que no podré renunciar a partir de su hallazgo. El autor de La Isla del Tesoro es mi nuevo gurú (lo siento, Pablo Iglesias, pero te ha ganado por la mano, lo de la lucha de clases ya lo inventó Marx y las castas son un clásico en la India) y yo me he despertado enardecida por la triple sacudida de un rey adbicante, un relato en ciernes  y, sobre todo,  un the cheville:

El genio de la prosa rechaza The Cheville con el mismo énfasis que las leyes de la métrica; y the cheville -debo tal vez explicar a alguno de mis lectores- es cualquier frase exenta de significación o demasiado aguada que se utiliza para imprimir equilibrio al sonido. Patrón y argumento viven uno en el otro y sólo por la brevedad, la claridad, el embrujo o el énfasis del segundo podremos juzgar la fuerza y la adecuación del primero“.

O sea, que la forma debe estar al servicio del fondo. El continente, del contenido. La malla, así llama Stevenson al receptáculo, no debería ser un juego de malabares para despistar la inconsistencia de lo que contiene. Como el perfume no debe ocultar al hombre. Ni a la mujer. 

Gabriel García Márquez

Ahora entiendo por qué me gustan los textos sintéticos que no renuncian a la poesía y el hombre sin perfume que jamás dice una palabra por otra para que suene a copla consonante bajo tu balcón.  El singermornismo en todas sus manifestaciones me dispara la  desconfianza. Entiendo que forma parte de la esencia de un tertuliano, de la puesta en escena de los políticos, del oficio desoficiado muchos escritores y de esos que necesitan desesperadamente atufarnos con sus fragancias en el ascensor porque sin ellas se quedan en nada. Y el vacío siempre se estrella entre el séptimo y el infierno (toma the cheville)

A veces rellenamos la nada. La adornamos y ponemos una música que la acompañe y haga bailar a los ratones en una danza de confusión que los aturda y los haga seguirnos sin pensar. (El hamelinismo, podríamos llamarlo. Esto espero que no lo hayan dicho Stevenson, no Marx ni Pablo Iglesias, porque se me acaba de ocurrir, pero una no sabe…).

La identidad es el justo equilibrio entre la malla y el sonido. El patrón stevensoniano y el argumento.

Ayer el Rey Juan Carlos esgrimía sus argumentos para explicar la abdicación, y yo sólo veía a un hombre anciano. Los ojos diminutos, sepultados, sin brillo y sin pasión. La mirada de quien se sabe de vuelta de la vuelta. Un cierto aire a derrota, a rendición. Y de oler debía oler a gallinazo, ese aroma de las pieles vetustas que descubrí leyendo “El amor en los tiempos del cólera” cuando al llegar al final se encuentran y se aman en un barco  Fermina Daza y Florentino Ariza. Y el final es el principio de todo.

“El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros
destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su
dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. ¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? le preguntó.


Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.


Toda la vida – dijo.

 
Creo que Robert Louis no le habría puesto un pero a este prodigio de forma y fondo sin perfumes despistantes. Yo, desde luego, lo he guardado todos estos años como uno de esos finales inolvidables de un relato sin concesiones al artificio. Esencia pura. Faranheit sin frasco.