Desde que me acuesto con una mujer -aunque sea una escritora atribulada, aunque esté muerta- duermo como seda y algodón. No extraeré conclusiones, pero me he despertado pensando en que ayer leí que a Tomás Delclósdefensor del lector de El País, le reprochaban que apenas hubiera mujeres en las columnas de opinión, y él encajó el golpe como pudo tras consultar con los popes del diario, mayormente hombres.

No soy de ese tipo de feministas que quieren ver en la cima a sus congéneres para forzar las estadísticas de igualdad y respirar tranquilas. Creo que el asiento de preferente hay que ganárselo, y también creo que ellos lo tienen más fácil. Entre otras cosas, porque así se lo hacen ver desde que son pequeños. El olimpo siempre fue de los dioses, por mayoría absoluta: Ares, Hermes, Hefesto, Atenea, Apolo, Artemisa, las Cárites, Heracles, Dioniso, Hebe, Perseo y Perséfone.

En casa diosecillos y diosecillas nos hacíamos la cama desde los siete o ocho años, pero mi hermana y yo enseguida tuvimos una tarea extra para la que los tres chicos nunca fueron llamados: recoger la cocina. No recuerdo haberme rebelado contra esa norma absolutamente injusta, pero la bruma de los años ha podido borrar un brote de rebeldía de los muchos que protagonicé cuando no sabía qué era el feminismo pero sí cuánto odiaba vaciar el lavavajillas. Un trauma que sigue ahí, y me recuerda que debo inventar un sistema para que los platos vayan solos a su estante correspondiente. En silencio, a poder ser.

Pero como víctima de la desigualdad soy pecadora. Debo reconocer que en la tertulia radiofónica que más frecuento me parece que los hombres son más brillantes y tienen más agudeza y sentido del humor que las mujeres. No daré nombres, pero con una alguna excepción, diría que ellas se toman el trabajo con un extra de solemnidad que impide toda ligereza y convierte en espesos buena parte de sus argumentos. Como si sintieran que han sido invitadas a una liga de las estrellas y entraran en ella con temor y una reverencia innecesaria que se vuelve en contra de ellas cuando deviene en agresividad sobreactuada o erudición de alumna que lleva al día los deberes.

Y me consta que con este argumento voy a ganarme algunas enemigas.

Me parece que las mujeres, incluso las presuntamente modernas, llevamos muchos años vaciando lavaplatos y eso se nos nota. Algunas han decidido sacar partido de la desventaja y desenfundar el coqueteo más contumaz para hacerse fuertes en el terreno fácil de la seducción. La inteligencia no suele ser tan sexy, y a menudo no encuentra un campo fértil donde florecer. Hay hombres, y ahora voy a ganarme algunos enemigos, en esto soy muy paritaria- que prefieren tontita en mano que listita por conocer. Y a la lista le acarician el lomo con cierta condescendencia.

No sé muy bien a dónde me arrastra este argumento. A una quema de lavavajillas, tal vez. A darles a mis chukis cada día ejemplos de mujeres que suben a la cima y se hacen fuertes por méritos propios, a un alto coste a veces. Pero sí debo constatar la oleada de orgullo que me invade cuando los sábados voy a ver jugar a mi hija al fútbol y es la única entre todos, y además la más bajita, pero sale al campo como una diosa del Olimpo que no se plantea el sexo de sus rivales y entra a matar a la portería aunque en el camino le quiebren el pie con una entrada salvaje y se muerda los labios de dolor.

Y nunca jamás la he escuchado lamentar su suerte ni reprochar la brutalidad de los chicos.

(Eso sí, cuando puede se escaquea con mucho arte en la cocina, y diría que mira al lavavajillas con sospecha, como si barruntara algo…)