Los Fernández Galvín, en la era del Cuéntame

Hace casi 30 años que uso el apellido de mi madre. No es que tenga nada contra mi padre, es que un día, en mis albores profesionales, alguien pensó que era mucho mejor dar prioridad al menos vulgar de los dos. Una especie de pasaporte al honor y la gloria. O a la catástrofe, que también podía haber sido.

Según la herramienta mágica del INE, en España hay 917.924 que llevan Fernández por su padre, frente a 855 Galvines. Imbatible marcador.

Confieso que anoche me alegró la noticia de la reforma del Registro Civil que permite a partir del 30 de junio que los padres y madres elijan el orden de apellidos de sus hijos. Es lo que yo hice por las bravas, para disgusto de mi progenitor, a quien a día de hoy aún debo explicarle que no es nada personal.

Mi madre, sin embargo, no se siente especialmente orgullosa de que usurpe el suyo. O al menos no lo manifiesta abiertamente. De mis cuatro hermanos, sólo el pequeño y yo somos requeridos al grito de Galvín. Pero es mi caso es además mi firma, la rúbrica indeleble. O sea, que lo en J sería pecado venial  en mí caso es de los de penitencia con muchos padrenuestros y muchas avemarías. 

A mí me llaman Fernández los de mi sucursal bancaria, Hacienda, los teleoperadores pesados  que telefonean a las 21 horas esperando pillarte con la guardia baja para venderte una oferta tramposa, los médicos y la policía las pocas veces que he ido a poner una denuncia. O sea, que soy Fernández para los marrones. 

Para la simulación, la creatividad, la firma de mi libro, los delirios de grandeza o los piropos callejeros (no muchos, no me haré la chula) soy Galvín. A veces, Galvin sin acento. O Miss Galvin para amigos vacilones en momentos de refinamiento fortuito. 

Mi segundo apellido es breve y cantarín, además de contundente. El primero invita al sueño, a ser masa sin rebelión. A que tras un viaje con escalas más largo que la noche de un ciego llegues a un hotel de Nueva York con tu hermano y os den una habitación con cama de matrimonio…

La prueba del delito

A veces, para tocarme las narices, algunos me llaman Fernández como quien dispara con perdigón y yo me hago la loca. Espero, papá, que sabrás perdonarme. Al fin y al cabo, el apellido es más contingente de lo que creemos, tú bien lo sabes.

Si eres serial killer y te apellidas Galvín, tendrás muchas más papeletas de que te recuerden por generaciones. Fernández, sin embargo, irá palideciando y al final lo confundirán con Rodríguez, con López o con Pérez, y tu fama tenebrosa se la tragarán los gusanos, como las cuencas de tus ojos. 

Mis hijas, eso sí, lucen esplendorosas el apellido de sus padre, bello y nada vulgar. Si lo tecleas en la citada herramienta INE, te devuelve: “No existen habitantes con el nombre consultado o su frecuencia es inferior a 20 para el total nacional (ó 5 por provincia)”. A mí, a nivel madre, me trae al pairo ser anónima y ceder todo el protagonismo. Eso sí, también ellas pagan el peaje de ser tan raras avis: como casi siempre se lo escriben mal, no hay manera de encontrar sus fichas a la primera cuando vas a la revisión médica o a cualquier instancia administrativa.  

“Tiene sus ventajas, chicas, aunque ahora no las veáis. El día que cometáis una estafa piramidal, o algo, podéis borrar vuestras huellas con más facilidad porque fijo que el inspector de policía lo ha escrito separado y acabado en g”. 

Mi padre -ahora sí- estaría orgulloso de mi perspicacia. Es muy de los Fernández.

PD: Mi grupo de Wasap se llama Galvines. No aceptamos a mi madre. :))