Sostiene Zygmunt Bauman que el miedo es el peligro. En realidad no lo dice así, pero al final uno lee entre líneas aquello que encaja con sus presupuestos intelectuales. El otro día recibí el primer libro que no puede considerarse de autoayuda de los que suelen caer en mi mesa de trabajo (y que celebro con grandes risotadas que esconden una rabia feroz contra quien tala bosques para contarme cómo ser feliz con frases huecas o en qué consiste la dieta de la muerte, y una envidia muy tiñosa y poco sana hacia quienes reciben, pocas mesas más allá, literatura musculada y libre de grasas en saturación).

Era un Bauman, un libro de ensayo, “Extraños llamando a la puerta” (Ed Paidós). Una invitación a perderme por senderos nutritivos como este fin de semana me he perdido entre mis hermanos por el Otoño más bello y prolijo en tonos cromáticos del rojo al amarillo que recuerdo, aplastando con mis botas de Asturias las yerbas que acunan el río Ambroz. Sin más preocupación que abordar en compañía ese puente de hierro magnífico con las traviesas del tren ajadas para atravesarlo algo trastabillada y conquistar una orilla segura. Temerosa del vértigo y la lluvia que goteaba en la punta de mi nariz y empapaba unos vaqueros poco adecuados para la aventura.

Habla Bauman de cómo la llegada del otro, del inmigrante, es una verdadera amenaza para muchos que algunos rentabilizan: témelos, protégete, golpéalos. El miedo paraliza, eriza el lomo y prepara las uñas para el ataque. La naturaleza dicta sus normas y somos animales en la selva. Las personas más miserables que conozco son miedicas y explotan el miedo ajeno.

Hervás

Huelga decir que no estoy orgullosa de algunas reacciones que he tenido al respecto. Si miro por dentro encuentro atisbos ocasionales  de arrogancia, ironía y ligero menosprecio hacia ese otro que me devuelven mi yo más mezquino, envuelto  en exquisita corrección política. Aún así, nunca he caído en la tentación de llamar al que llega con epítetos y sobrenombres despectivos -el lenguaje golpea y configura- y espero no haber sido injusta o cruel con quien no lo merecía.

El miedo, hablaba del miedo. Me costó años entender que las más duras del colegio eran unas gallinas que probablemente pasaron años de terror imaginando qué pasaría el día en que alguien las desenmascarara. Hablo en femenino porque mi colegio no era mixto, y podría recordar con nombres y apellidos a esas pandilleras que llenaron el patio de electricidad y que se han quedado en nada (ay, benditas redes sociales que permiten fisgar en infortunio del malvado).

Este fin de semana he perdido un miedo molesto que me hacía ser impertinente y estricta con mi hija. El miedo a que me llevara en el coche, pocos meses después de sacarse el carnet de conducir. La clave ha sido sentarme en el asiento de atrás, como me aconsejaron,  y dejarla hacer como le dejaba subirse al tobogán de muy pequeña. Los primeros kilómetros, ya anochecidos, iba yo como un lemur escrutando sus gestos,  si miraba el retrovisor, cómo reducía las marchas. Después fui relajándome, mi chica lo hacía bien, y llegué a cerrar los ojos un buen rato.

Luego entendí que ella conduciría mucho mejor en cuanto le permitiera acumular kilómetros y pasar apuros como yo misma he pasado y paso cada vez que una rotonda con muchas salidas mareantes se cruza en mi camino.

Y entendí además que el temor a que ella conduzca es mi propio miedo a perderme, a chocar, a caer en la cuneta. Y que lo había utilizado para hacerle zancadillas revestidas puro sentido común carca cada vez que la pobre me pedía que le dejara el coche.

El volante del mundo lo mueven esos mediocres que juegan a despertar el miedo ajeno. Populistas, mentecatos, agoreros. Chulazos de patio de colegio que la tienen pequeña, se me ocurre. Aguerridos que ligan con modelos para fardar de rubia con tetas increíbles en un escenario, sin mirar a los ojos a la rubia ni preguntarse qué diría si les perdiera el miedo.

Este fin de semana, en familia de muchos, vi a varias de mis sobrinas caer boca abajo tras escalar una pared muy alta, confiadas en que las cuerdas y mosquetones que las sujetaban no iban a fallar. Pensé que yo no me habría atrevido. Me encantó descubrir esa osadía temprana, su alborozo. Entendí que mis miedos de hoy tienen más que ver con lanzarme a escribir sin pensar tanto en que no soy Shakespeare. O que bajo ese desprecio que siento hacia el modernícola de turno que impone modas que rechazo como el demonio rechaza agua bendita puede haber cierto miedo a no formar parte del grupo dominante. Ese que despliega sus esencias y ríe a carcajadas los memes del memo de turno. Que está siempre a la última de lo último (ignorante de que lo último será pasado en breve); Que corre en una rueda y duerme poco.

Y luego he pensado que nunca fui parte de ese grupo, y casi de ninguno. Que me gusta acostarme pronto y madrugar como un cartujo. Y que no pasa nada por caminar algo incómoda por las vías rotas de un tren sobre un puente de hierro ya ajado porque el espectáculo es tan bello y poderoso que merece el esfuerzo y una cierta soledad. Esa no pertenencia que nos hace tan libres, tan ligeros…