Las personas más solas que conozco están casi siempre rodeadas de gente.

“Desde entonces no me duele la soledad -escribió Jorge Luis Borges en “El Aleph”, ahora en mis manos- porque sé vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas”. Fin de la cita.

Las personas que más idealizan la pareja, a menudo están desparejadas (que no solas). Impares (que no incompletas). Despejadas y brutalmente tranquilas en su condicional impertinente y retador: “¿Y sí…?”.
“Me gusto más cuando no tengo novio”, le escuché decir a ella. Y a otra ella cómo en pareja se disminuía hasta ser una anécdota detrás de un dúo corpóreo. Y sola -que no débil, que no inconclusa- es de una fortaleza avasalladora y eso la mueve y le hace atravesar puertas y galerías con pasos que retumban y encierran todos los rumores mequetrefes del mundo.

Ayer un hombre solo devoraba una patata casi podrida en la puerta del supermercado del pueblo que me abastece. Le ofrecí comida de mi bolsa primermundista no exenta de caprichos. Me balbuceó con reconocible acento africano lo que quería: “pan”. Era de Mali y estaba en la Alcarria Baja. Desplegué el mapa desolado de su hambre en mi cabeza. Otras mujeres salieron con bocadillos y leche. Sentí toda la emoción que cabe en un corazón escéptico del mundo, asustado del porvenir. Hay personas muy buenas que suman siempre en grupo y entienden la mayor soledad: un solo con el rugido del estómago vacío atronando sus dientes y un país, amor y cuna, a miles de kilómetros envuelto en tempestad. Llovía agua muy fina, casi milagro en polvo.

He querido pensar que sólo la soledad buscada te enseña a tocar hueso. Que hay mucho enfermo moribundo bajo espectro romántico. Que la tierra es la única verdad, si la pisas con todos los respetos y reverencias sus plazos. Que esa cueva de uno alarma a los demás no por la compasión, sino por la sospecha de la que llevan dentro y no ventilan.

Mi casa en el campo me lo enseña a menudo. Humedades en la pared que vienen de la cueva debajo de este suelo y lloran la pintura que se encaló al principio. Ayer, el hombre del pueblo que me ayuda a curar las heridas de este templo que ya cumplió dos siglos me hizo ver que es inútil. El llanto de esos muros está cronificado y habría que enjugarlo con un artificio que permitiera al aire ventilar tantas lágrimas. Y dicho así, que así no me lo dijo, entendí que hay partidas perdidas de antemano. Y me puse a leer frente a la chimena, mi Bronte cabalgado a mis espaldas, su cabeza en la curva de mi cuello como si también devorara letras ciegas. Y Borges se hizo carne y acampó entre nosotros.

“Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (Que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales”. Jorge Luis Borges. “El Aleph” (EMECE Editores. Alianza Editorial)