A toda mujer de real life le llega un momento en el que abandona por fin los parques, los columpios y las charlas insustanciales con los padres de los otros niños. Ser madre es un contrato con la letra más pequeña que la del “Rojo y Negro” de Stendhal en versión papel biblia que guardo entre mis tesoros. Nadie te dice que en el preciso instante en que salgas con un carrito a pasear, corres peligro de ser abducida por esa secta peligrosa. La de los otros. Los del tobogán. Seres que no socializan en sus hábitats adultos y tienen hijos para poder ir al parque y hacer pandi con otros colgados.

Hoy hace ocho años que nació Chuky pequeña. Yo ya era consciente del poder de la secta, pero mi madre me hacía pressing para que la llevara al parque. “Mamá, no soportaría otra charla apasionante sobre el Dalsy y sus aplicaciones como droga dura infantil, ni saber al detalle las cacas de otros bebés, que bastante asco me dan las de la mía”. Detesto la escatología. Pero terminaba cediendo. Eso sí, con una estrategia a modo de material de trinchera: tres periódicos, dos revistas y hasta un cuaderno para fingir que trabajaba y no debía ser molestada. Parecería que el futuro de la humanidad pendía de un hilo y yo era la Penélope tejedora.

Inútil. La disuasión no se hizo para los padres del parque. Si han bajado, es con un objetivo. Y no escatiman en estrategias. “¿Perdona, tienes una toallita húmada, es que me las he dejado en casa y no sabes cómo se pone mi hijo, que debe de ser como el tuyo…¿Qué tiempo tiene?”. ¿Cómo que qué tiempo tiene? ¿qué frase es ésa? El tiempo de mi chuky era anticiclónico, quizás, pero el mío era borrascoso que te cagas (con perdón) y amenazaba tormenta.

Yo, además, me sentía como un saco de patatas, una lechería ambulante que no entraba en los looks de temporada, y aquel relamido con jersey Fred Perry que pretendía pegar la hebra me estaba invadiendo por unas toallitas. “Toma, llévatelas todas”. “No , mujer, ¿y si tu retoño se mancha?”. Odio, odio la palabra retoño. Y tenía que morderme la lengua para no hacerle una rima rápida y muy obvia. Pero yo era madre. Un ser tierno y dulce por definición. Y si no entraba en la secta me quedaría fuera de un lobby más poderoso que el del rifle en EEUU.

Así que claudiqué, y quemé todas las etapas. La más apasionante, sin duda, fue la gore. Esa en la que tu retoño/coño tiene movilidad y se precipita desde el tobogán con la boca por delante. Tú lo ves a una media distancia, y sales despavorida a limpiar el chorro de sangre. Convenientemente acompañada, porque la secta se crece con las catástrofes. Siempre hay un líder no impresionable que engancha a tu Chuky, le hace unos pases con una toallita de las que tú te has desprendido, y se vuelve triunfante hacia ti para decirte: “No es nada, mujer, la sangre es escandalosa”.

Sí, “la sangre es escandalosa” es muy del campo semántico del retoño/coño y del Dalsy antesala de la heroína. Pero también era la excusa perfecta para recoger al ensangrentado y poner pies en polvorosa. Con suerte, el accidente ocurría nada más llegar, y entonces podías irte sin que los padres te requirieran con sus técnicas de sugestión activa: “mujer, quédate un poquito más, que el parque les alimenta más que los potitos”.

Hoy puedo decir triunfante que salí de aquéllo. Y que como buena ex yonky doy clases a otros padres para que no caigan en sus redes. Donde estén los bares y terrazas, que se quite el tobogán. Y si los niños protestan, doblar la dosis de Dalsy (para los no informados, jarabe de ibuprofeno pegajoso y naranja, somnífero de alto espectro) es mano de santo. Al retoño/coño se le troncha el cuello ipso facto y duerme como un bendito lo que tú tardas en pimplarte las cañas con las patatas bravas. Un planazo.