De óxido y hueso

“Esa tendencia a traicionar, a mentir y a ser perfectamente franca. A esconderte o mostrarte mucho. Ese cuidado de cuidarte tanto para acabar narrando tu historia, tu verdad con pelos y señales a un desconocido. Esas ganas de huir, de salir corriendo cuando alguien muestra que empieza a conocerte, aunque no te reveles. Ese vértigo de quedarte. Esa indomable sed de alguien y de no estar con nadie  (…) Nada que hacer. Tómate un vaso de agua”.

Leo sin tregua el “Tratado de culinaria para mujeres tristes”. Un libro de Héctor Abad Faciolince que Alfaguara reedita ahora y que es perfecto para ir en el metro, como iba yo ayer, porque sus palabras se sirven en cortos párragos que en sí son recetas contra el desamor, la soledad, la melancolía. O, mejor dicho, son consejos para aceptar e incluso regodearse en estos y otros sentimientos “presuntamente femeninos”.

El autor, único hijo en una familia de cinco hermanas, se precia de conocer a la mujer y la coloca en situaciones tan extremas como cotidianas, desde la pérdida de la virginidad a la tentación de ser infiel, los antojos de embarazo o la lactancia. Dudo que muchas mujeres  se sientan identificadas con el patrón femenino que dibuja el colombiano, pero eso es lo de menos. Ayer, entre Tirso de Molina y Sol, alguien muy ajena a la que cocina para su marido recetas de suegra se dejaba mecer por las palabras. Ese veneno mortífero que domina y administra un autor que la sedujo, como a tantos, en “El Olvido que seremos” y que anoche remataba este librito con una sensación ambigua. Ciertamente molesta a ratos con la mirada del hombre sobre la mujer de ficción. Esa a la que recomienda aceptar su rostro marchito, el paso natural del tiempo, y a la que insta a que se haga la loca si su pareja le pone los cuernos, eso tan connatural a la especie humana, y que finja que coquetea con el mejor amigo de él para que el fantasma de los celos coloque las piezas matrimoniales en su sitio tras el breve escarceo. Pero ahíta de palabras bien urdidas, sorprendida con algunas intuiciones de Abad y, sobre todo, con sus piruetas perfectas a la hora de componer párrafos tan musicales, tan exactos.

¿Me quedo con el fondo o con la forma? El viernes R. me recordaba una anécdota de Juan Marsé que ya conocía y que el autor cuenta con su acerado humor irónico. En una ocasión la televisión mexicana lo entrevistaba y a la pregunta de ¿Es más importante el fondo o la forma? él respondió que el fondo, y  lo argumentó con brillante elocuencia. Ya abandonaba el estudio cuando la periodista salió a su encuentro, agobiada. No se había grabado nada, ¿sería tan amable de repetir?. El escritor accedió, y cuando llegó la pregunta del fondo y la forma, respondió “la forma” con idéntica contundencia que había dicho “el fondo” la primera vez. Y el argumento fue tan sólido y vehemente que hundió a la mexicana en una profunda y admirada confusión.

A veces es la forma, a veces es el fondo. Y esas ocasiones en las que forma y fondo alcanzan el prodigio, tan escasas, son las que anotamos en los diarios. Una película que vi el sábado con mis amigas se acerca bastante al doble reto. “De óxido y hueso”, se titula. Y te muerde la cara, y te hace contorsionar en la butaca, con una economía lingüistica (la forma) que convierte cada puñetazo de los protagonistas en una historia verosímil y cruenta con salida a la esperanza (el fondo).

Juan Marsé

La mujer superficial y amante de las palabras que me habita salió fascinada con la forma, debo confesar: ¿Cómo era posible que con diálogos tan escasos y sobrios se armara una historia perfecta?. Pensé en el guionista como un escultor que cincela cada frase, le va quitando una, dos, tres, estructuras. Un adjetivo acá, un subjuntivo allá. La deja desnuda, contenida y sujeta por sí misma. Y así se defiende. Con la inestimable ayuda de Marion Cotillard, esa mujer dura y sufriente en la película que jamás hubiera inspirado el tratado de culinaria aunque a ratos esté triste. Pero la suya es la tristeza de la furia, el dolor de la impotencia, y su nevera está sucia y helada, como su corazón. Y así, desde la rabia, se va reconstruyendo. Sin piernas, sin más ayuda que la de un hombre bruto que huele sudor rancio pero la recoge del suelo, -ella es tronco, cabeza y brazos- , y la lleva delicadamente al cuarto de baño y la sienta en el váter. Y hay tanta ternura en la secuencia, y tanta épica en ambos perdedores, que sabes que pase lo que pase van a ganar. Y que toda herida, menos la de la estupidez, tiene cura.

Una gran receta para arrancar el lunes.