Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales“. “Todo lo que hay”. James Salter. Ed Salamandra.

El otro día rellené un cuestionario en el que, entre otras cosas, me preguntaban cuál era mi país favorito y cuál mi libro favorito. Me hubiera parecido mucho más fácil responder a cuestiones del tipo ¿cuál es tu postura erótica preferida? o ¿en qué siglo se construyó el Taj Mahal? (esta, por cierto, también también formaba parte del cuestionario. Y para quien sienta curiosidad, es del siglo XVI).

Hay preguntas que responderías diferente por la mañana que por la noche. En enero que en abril. Enamorado o escéptico. En paro que en activo. Delante de un acantilado o en un refugio de montaña. Con sueño o bien dormido. Hay países favoritos que un día dejan de serlo porque ya no tiemblas de excitación cuando atraviesas la frontera. Y hay libros que fueron, pero que no resisten una relectura porque en realidad un libro es lo que lees en íntima alquimia con lo que te pasa. Con el instante que te proyecta un pensamiento, un sentimiento. Y eso es siempre efímero, fugaz. Desconcertante. Como reencontrarse con un ex novio y sentir que no es que no lo reconozcas, es que eres incapaz de reconocerte a ti mismo. Y ese extrañamiento se parece a la melancolía.

¿Qué país es mi favorito? Probablemente  el mío. Porque lo he sudado, lo he masticado en mi infancia y en mi juventud. Tierno y correoso.  Con amigos y en familia. Bajo una tormenta de granizo y al sol duro de Castilla. Creyente o descreída. Pero no tengo sentimiento de patria, ni me envuelvo en la bandera cuando salgo tiritando de la ducha. Y, de fuera,  siempre quiero volver a Oporto y a su librería Lello, al Trastevere romano, al barrio Latino de París o a la medina de Essauira al caer la tarde, a la llama del muecín. Y pasear esa muralla llena de mujeres y niños que charlan sin prisa.

Librería Lello, Oporto

Pero mi lugar favorito puede que sea este en el que me dejo el sueño cada madrugada, mi mesa de escritura,  el teclado que  me acoge y me zarandea con sus bailes de palabras, su melodía interior, sus puntos de fuga y sus antojos. Y estará aquí, imagino, cuando todo lo demás se haya perdido.

En cuanto a mi libro, me niego a someterme al ejercicio absurdo de elegir uno. Igual que el corazón es del último que te besa, el instinto lector se prende del último volumen que te hace subrayar un párrafo, y luego otro, y escarba dentro de ti, y lo deja todo perdido de barro, y extrae un diamente y luego sueñas. Sí podría elegir sin dudarlo un centenar de títulos que me son indiferentes. Que en su corrección de estilo o en su trama apenas arañaron mi superficie y jamás me arrancaron un leve estremecimiento. Si acaso cierta sensación de vergüenza, un bochorno, o de insatisfación. Como un mal polvo, diría. O un no estuvo mal,  pero era tan prescindible…

También me preguntaron por el impresionismo, por Kierkegaard o Falla. Por nombres de arquitectos ortodoxos, y por esa isla entre en estrecho de Davis y la bahía de Baffin llamada Groenlandia. Poblada de esquimales, luterana. Iluminada por auroras boreales. Indómita de hielo y de esperanza.

Volcán Etna, ayer

¿Cuál es su isla favorita? hubiera sido una cuestión más precisa. O ¿qué isla detesta?, mejor aún. Y hubiera respondido que Sicilia porque allí fui infeliz y tuve que salir corriendo aunque el Etna durmiera (ayer por cierto, despertó y sus rugidos y su lava se apoderaron de los telediarios de todo el mundo). ¿Mi disco favorito? Puede que “Sobreviviré“, pero quién sabe. ¿El gran error de mi vida? El último, siempre el último. Como el gran amor, ya te lo he dicho.