Marina Abramovic

Vargas Llosa ha desatado una polémica por decir que la cultura está amenazada por el entretenimiento. El premio Nóbel entiende que no todos podemos acceder a los mismos niveles de excelencia cultural, pero se lamenta de que la tendencia dominante sea más fast food que solomillo a las finas hierbas.

No siempre estoy de acuerdo con el escritor, con su pensamiento, pero encuentro impecables sus exposiciones. Agradezco la prosa bien urdida tanto como me molestan las discordancias, las frases mal rematadas, las subordinaciones torticeras y la adjetivación imprecisa en los demás. Ahora que ya soy oficialmente pedante me declararé inculta -que lo soy- y devoradora de pizzas los viernes por la noche. Bocados indigestos que no me hacen olvidar el placer lento de un  steak tartare en buena compañía,  aderazado con sus alcaparras y una buena conversación.

La incultura me resulta odiosa, como a Vargas Llosa. Y espero me perdone este pareado insufrible si a cambio le doy la razón. Detesto los programas concurso de la televisión, especialmente esos en los que sacan a jovenzuelos depilados que eructan y practican edredoning para ganar un pedazo de fama en el olimpo de la vulgaridad. Me molesta comprobar que se editan demasiados libros de mala literatura; letras de usar y tirar que cuando se terminan no dejan más huella que la regurgitación cerebral. Corrijo a las chukinas cuando emplean expresiones como “me da gracia” o “no me rabies”, pero reconozco que me hacía la loca cuando la mayor acuñó los verbos “espadar”(batirse en duelo de espadas) y “pistolar”(disparar)  porque me fascinaron.

Y ahora podría parecer que sólo consumo ensayo duro,  performances de Marina Abramovic y novelas de Anagrama, lo negaré con firmeza. Creo que para apreciar el caviar hay que alternarlo con el cocido. La cultura tiene que ver con la facilidad de cambiar de registro, y eso obliga a echarse a la calle con las antenas desplegadas para captar destellos de excepcionalidad que harían arrugar la nariz a más de un purista.

La otra noche, en una cena, un amigo sentenció con solemnidad que había dejado de ver cine español desde que fue a la película Semen, una historia de amor, de Inés París y Daniela Fejerman (2005). En el grupo, añadiré, había una brillante guionista de cine, que tuvo que tragarse el sapo con deportividad cuando el amigo siguió explicando que la citada película se había convertido en su canon, como el de Praxíteles a la escultura: Así, cuando va al cine, dice a la salida “esta película es tres veces mejor que Semen, o cinco veces peor que Semen…”.

Conozco a profesores de colegio que escriben con faltas de ortografía o emplean el sustantivo “cosa” con excesiva prodigalidad. Me parece que la educación en España, muchas veces, está en manos de quienes se han formado bajo mínimos, y espero que los docentes de mi familia -unos cuantos- no se me echen a la yugular. No creo que sólo ellos deban garantizar la formación cultural de nuestros hijos, pero si tampoco lo hacen los programas de la televisión que ven, los autores que leen o los músicos que escuchan, quedamos los padres con la responsablidad y un mando a distancia que, por agotamiento, dejamos caer a veces en programas fast food para liberar la presión de un mal día de trabajo.

Me temo que todos somosculpables del mal que denuncia Vargas LLosa, y que mientras sigamos consumiendo morralla como plato único del menú, corremos serio peligro de generalizar la coletilla odiosa del “como digo yo” y de convertir a Mercedes Milá en lo más parecido a un filósofo para el universo cutre del Gran Hermano que nos invade.

Guerra a la vulgaridad y bienvenida sea su denuncia, aunque a algunos les escueza. El entretenimiento, a veces, es tan indigesto como el ketchup.

http://cultura.elpais.com/cultura/2012/04/13/actualidad/1334353232_001546.html