Y entonces, ya instaladas en el avión las cuatro amigas, tras el trabajoso afán del embarque, fuimos invitados a evacuarlo con nuestros equipajes.
-Whats going on? pregunté al azafato (árabe con corte de pelo de futbolista de oro, una rareza después dela Medina).
-Bomb Threat

El aeropuerto de Fez se tragó un día de nuestras vidas. Ayer a las 6.40 am todo eran cábalas. Eso que haríamos al llegar las cuatro amigas a nuestras respectivas casas. La entrega de regalos, la tarde de sofá, el repaso a las fotos… El postviaje que recrea y engrandece, rompe el marco de la realidad, aviva el detalle, pule la anécdota, reverbera… 

Un aeropuerto luminoso alicatado de policía. Ni una broma. Nuestras maletas alineadas en la pista, sometidas al olfateo de los perros. Todos en fila. Varias filas en siete horas (que siguieron a otras tres, sean previsoras y vayan muy pronto, nunca se sabe). Pasaporte, tarjeta de embarque, despelote, cacheo. Horas muertas sin una explicación, salvo que preguntaras y con desgana: “Tiene que venir un avión de Madrid a recogerles”. ¿Y cuándo será eso? Los pies se cansan que no tener un destino. El wifi no responde. A las tres horas (más tres) otra cola pesada, trabajosa, para obtener un bollo industrial extraazucarado como para tumbar a un coro de diabéticos. Y una bebida con gas.

Lucy Barton. No he hablado de ella. Ese libro que acompañó mi viaje en la mochila -edición de prensa, pruebas sin corregir- con poca fe, por cierto: “¿Te vas con tus amigas de la universidad? No leerás. El parloteo, la risa, da igual la excusa”.

Salvo que en tu vuelo se produzca una amenaza de bomba y puedas aislarte en esa sala de embarque, las piernas estiradas en el trolley, “Me llamo Lucy Barton” (Ed. Nefelibata): “Es la historia de una madre que quiere a su hija. De una manera imperfecta porque todos amamos de una manera imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás protegiendo a alguien, recuerda una cosa: no lo estás haciendo bien”.

Me gusta Elizabeth Strout. Empecé su novela con las dudas. Esa prosa desnuda, casi naif. Un relato sencillo a dos voces cuyas palabras no son lo más crucial. Hay un charco subterráneo bajo las conversaciones más banales, algo que las hace heroicas a veces. Pensaba y me recolocaba las piernas, en precario equilibrio. A veces soy altamente intolerante a la conversación banal, a veces es un bálsamo y lo entiendo. Estoy en un aeropuerto con las horas muertas y mis amigas. Hay clones de nosotras. Grupos de estudiantes, las que fuimos, jolgorios con brillo en los ojos y tanto interrogante de futuro. Las reconozco, así fuimos. Carcajadas extralarge, bolsos enormes. Me gusta mirarlas y escuchar sus conversaciones ligeras, el desenfado de no ser aún mujeres. Qué liviano era todo y sin embargo, no querría volver; sí coger ese avión y sentarme en mi mesa, en mi teclado.

“A veces pienso en lo que saben los primeros maridos”…reflexiona mi Lucy (ya es mi Lucy). “Algunos días tengo la sensación de quererlo más que cuando estaba casada”, prosigue.

Y un poco más adelante, casi al final, la interpela su hija: “Mamá, cuando escribes una novela puedes reescribirla entera, pero cuando vives con alguien veinte años, esa es la novela y no puedes volver a escribir esa novela con nadie“.

Ayer era yo puesta de Biodramina a destiempo en un aeropuerto con mis amigas de ayer y de siempre, hablando de esto y de aquello, en realidad de nada muy crucial, a ratos con el libro, a ratos devorado porquerías demasiado dulces para las circunstancias, y muchos policías y un hombre con chilaba muy mayor, reventado de espera. Y un libro, como siempre, alivió algunas horas. Hasta que te haces de corcho, y te da igual que sean las cuatro que las siete. Y nadie te lo explica cuando al fin te subes a ese avión que te devuelve a casa.

De la presunta bomba nadie habló. Dios la tenga en su gloria.