De vuelta a casa, sábado noche, hago fotos de Madrid resacoso con el móvil. Se ha convertido en un placer añadido al placer de cenar con amigos y amigos de amigos que no conocía pero de los que llevaba largo tiempo oyendo hablar. Me planteo hacer un diario de madrugadas. Imágenes con un pie breve y nada descriptivo, la sensación y punto.

El taxista se encoge de hombros cuando le indico el trayecto. Quiero pasar por delante del Retiro, que de noche parece un cementerio, con esa entrada pétrea y solemne que las familias frivolizan en cuanto hace su entrada el sol. Horas antes, por la mañana, he participado allí en mi primer entrenamiento y he sufrido como una condenada. Pero miro a esos padres que se tragan por enésima vez las funciones de títeres del lago y me parecen héroes en un cadalso recidivo. Mucho más duro que lo de correr al sol con un entrenador chascarrillero y enjuto que te asegura que tú puedes, y que si se apuntan veinte mil “fijo que llegas entre las primeras diez mil”. Visto así…

Odio los títeres. Odio las funciones para niños en las que siniestros payasos y mimos se dirigen a ellos como si fueran subnormales y les tienden la mano invitándolos perversos a salir y sacar el conejo de la chistera. Me parece que es el perfecto ensayo general para que un niño se vaya con un extraño y termine en las portadas de los periódicos o en el cartón de los tetra bricks (la última vez que fue visto llevaba camiseta de rayas y pantalón de pana beige), pero los padres son muy suyos y siguen las normas del perfecto progenitor, a saber: Una infancia sin títeres y palomitas de maíz no es infancia. Y una mierda.

Plan de entrenamiento

De noche, esos mismos padres se afanan en asegurarse de que sus vastaguillos vean una película infantil. O sea, un bodrio disfrazado de pedagogía. Y tú sales a cenar  a esa taberna de siempre, y C. ciudadano romano de finísimo sentido del humor, regala sin pretenderlo una expresión para la eternidad: “de golpe y polvazo

A ti casi se te atraganta el filete de la risa, y entonces C. te cuenta que durante siete años sus amigos le dejaron decir “estoy hecho trenzas” en lugar de trizas, para perpetuar la situación cómica. Igual que yo permití a mi adolescente de pequeña referirse a las “hambunguesas” e ir a comprar al kiosco “El Mundo y El País con suplimento” los domingos.

La mesa anoche era una torre de Babel. Tres viejos amigos hablaban en euskera, un norteamericano sentenciaba el inglés y el italiano de las trenzas regalaba a P., el homenajeado, la posibilidad de comunicarse en esa lengua bella y cantarina que te translada al Foro romano, al palacio de Peggy Guggenheim en Venecia o a las cuestas que se desmayan en el mar de Positano una tarde pegajosa de verano, ma piu bella.

Y el taxista quería saber si debía parar para que hiciera las fotos con mejor ángulo. Y yo que no, que se trata de secuestrar imágenes en movimiento, la anatomía de un instante (con la venia de Javier Cercas) y, ver cómo las luces alargan sus haces y dibujan espectros que no son, pero han quedado atrapados como las psicofonías de las casas abandonadas.

Positano

Lo dejo ya, debo salir a correr. No puedo decepcionar a ese hombrecillo que ganó varias veces la maratón y que asegura, a sus 58 años, que le cuesta más andar que volar sobre el asfalto. “Tira de brazos, tira de brazos“, me pedía ayer animándome a rematar una cuesta del demonio. Y yo: “vale, tiro, tiro, pero mira el pulsómetro, dice 190. Me va a dar un chungo y peso más que tú”. Y él que “si puedes hablar, puedes subir”. Y el mejor regalo, coronar esa cumbre donde sufridos padres de familia se afanaban por dirigir el ocio de esos pobres niños. Prisioneros de una infancia prefabricada por payasos que los odian, estoy segura. Pero fingen como finjo yo hoy que tengo fuerzas.

Cuando la triste realidad es que estoy hecha trenzas.