Acto I

En la clase de inglés surgen los nombres de los pájaros. No los identifico ni en español. El mirlo, el tordo, el grajo. La escasez de vocabulario siempre me descorazona. Conduce al circunloquio y a la imprecisión del “es como”. Sueño con que despierto en un mundo donde alguien ha cambiado de nombre a las cosas, como esos invitados porculeros que mueven el cartelito de la mesa para evitar sentarse cerca de alguien. Hace poco me sentaron junto al ex más miserable de una amiga íntima y levanté un muro de plomo invisible entre nosotros por no agredir la etiqueta. Las palabras pueden desatar la tercera guerra mundial mientras suena la orquesta. Una de esas orquestas desganadas que en las bodas atacan los temas de siempre y tú tarareas en la mesa hasta que suena una melodía irresistible y vuelas a la pista ¿como un albatros torpe y hambriento?

Acto II.

“Solo le ha faltado llamarme de usted”, le digo a M., en conversación volandera de las que mantenemos a las ocho y media de la mañana, sobre cómo marcar la distancia con el lenguaje.  Hay personas que son carreteras de cinco carriles, autopistas a la americana inabarcables de las que uno se sale por hastío para caerse muerto en un motel. Silencio administrativo. Peor que una multa porque no es recurrible. Ganas de zarandear al árbol seco por ver si caen almendras. Aunque sean una o dos.

Acto III

Carmen Elías en “Al Galope”

En el teatro, Diane Vreeland desgrana el soliloquio del perdedor. Al Galope, Teatro Español. Puesta en escena deliciosamente roja, flamígera, y  J. abanicándonos el sofoco de una calefacción a juego con el decorado. Hablamos a la salida de esos que se fabrican un personaje y luego ya no pueden salir de ahí. Una condena cruel autoinfligida. La actriz, Carmen Elías, soporta el histrión de la diva de aquel Vogue, pero se equivoca varias veces en el segundo acto. El texto brilla, nunca languidece, y te hace pensar en el drama de la nostalgia. Vivir de lo que fuiste lamentando la pérdida. Ser puro pasado. Habitar una casa que te van a embargar, deber la paga al servicio, comprar flores a cuenta.  Un icono liofilizado que se despierta  con la certeza negra de que solo es una persona malherida por su propia leyenda. Bendito anonimato. El señor sentado a mi izquierda se duerme a los cinco minutos, profundamente. Algunos aprovechan los teatros para dejarse morir un rato.

Notas de Diane Vreeland

Acto IV

¿Hay un sentimiento más devorador que la curiosidad? La conciencia de clase no le llega al tobillo, pero siempre me llama la atención. Escucho denostar con desprecio a las “hipijas” y me irrita el poso militante. Esa esclavitud. Bendita clase media que no crece arengada por la envidia ni por el menosprecio. ¿Somos pobres o ricas?, me preguntan las chukis de cuando en cuando. Ni una cosa, ni otra, les respondo. Somos afortunadas. ¿Pero tú cuánto ganas?, quiere saber la mayor. “Lo necesario para que no te falte de nada”, le respondo. Fin de la conversación. Miradas no del todo satisfechas. Curiosidad en coitus interruptus.