La madre viaja en el autobús, ese nido de historias pequeñas que frecuento cada día. Bajita, morena, vestida con un horrible plumas negro, gomina trasnochada en su pelo corto, lleva de la mano a su hijo, de unos cuatro años, al que habla en tercera persona como si fuera un bebé tarado y siempre a gritos, cual Mary Poppins neurótica.
-¿Quién no ha dejado dormir esta noche a mamáaaaaa? Ven, que mamá hace magia y te va a cantar la tabla del tres con música de Pocahontas: “Tres por una treeeeeees”.

Con el paso de los meses he desarrollado una verdadera animadversión contra esa mujer de inteligencia corta como sus piernas. No sólo me irrita la contaminación acústica que deja a su paso, sino la evidencia de que el pobre niño la detesta, porque no abre la boca. Se limita a mirarla desde sus ojos sepultados en un grueso verdugo azul marino, convencido de que mami está haciendo la performance de la buena madre al público que bosteza camino de su trabajo.

Me caen mal las madres. Cada vez que caen peor. Esas mujeres que se entregan al único rol que nadie les puede quitar y lo exhiben sin pudor en los probadores de El Corte Inglés, las consultas del médico o la cola de la panadería. Tiparracas que abusan de un poder que pronto se les arrebatará pero que saben que hasta ese día, en torno a la adolescencia, pueden detentar como Barbarrojas en el calabozo de su sala de estar.
Dicho esto y antes de que el Defensor del Menor corra a detenerme, haré un ejercicio de contrapeso saludable. Me gustan las madres que no olvidan su yo camino de la cuna. Las mujeres que entienden que un hijo no es una propiedad privada e inalienalable. Las que se preocupan de evitar los verdugos acrílicos que vendan la mirada de unos niños que no son suyos como el libro del escritor ya no lo es justo el día que sale de la imprenta.

Me gustan las madres imperfectas que se olvidan de llevar la merienda al cole y corren a comprar pan con chocolate. Las madres que hacen callar a los niños cuando interrumpen a los mayores y les obligan a decir buenos días al conductor del autobús. Esas madres que no piensan  si estarán traumatizando a su niño por marcar un sí en la casilla de la excursión a esa granja donde decapitan pollos. Las madres que permiten que el silencio se instale en el salón, al menos por un rato, y que se encierran en el cuarto a amar a sus parejas dejando entretenidos a los niños con una peli ligeramente inadecuada en la cocina.

Soy una mala madre y lo confieso. A las ocho obligo a las chukis a cenar. Cuando eran pequeñas las llevaba al parque maldiciendo en arameo porque allí estarían otras madres hablando de jarabes, comiditas y percentiles. Recuerdo la sensación desazonante de ir al sitio maldito donde te llenabas de polvo y no te dejaban leer el periódico tranquila (los otros padres, naturalmente). Y recuerdo ser la primera en recoger los cubos y las palas para volver a casa. “Pero si aún es de día, mami”, protestaban.

Soy una madre detestable que arrastra cada domingo a las chukinas a un museo y compra su voluntad con una Coca Cola y un plato de patatas. Pienso que mi pasión puede ser su pasión, como la petarda del autobús piensa que Disney es la biblia de la intelectualidad. Como me gusta dormir la siesta los domingos obligo a que ellas también lo hagan o, en su defecto, las impido entrar a molestarme.A veces las llevo a ver una película detestable, y para ahondar más en la trama compro un pozal de chucherías como para ingresar a un ejército de diabéticos. Pero el resto del tiempo les prohibo el regaliz y las nubes rosas.
Soy poco constante, incoherente, visceral y dramática. Como madre deberían retirarme el carnet. Pero hace años que abandoné la gomina, señor juez, y cuando viajo en autobús sólo aspiro a que minichuki, que se sienta en la otra punta porque quiere ser mayor, se acerque y me bese fuerte con su cuerpo calentito. Y, si hay suerte, me regale otra mirada de amor  justo antes de emprender al galope la carrera hacia la puerta del colegio.