Mi querida Big-Bang:

Tarde o temprano, a toda mujer le da por comprarse una mantelería. Eso me repito cinco veces al día cual muhecín desde la torre llamándome a la oración. Sí, me he comprado un mantel bordado a mano con sus servilletas a conjunto, como una maruja más. “Nena, ya tienes el ajuar que no tuviste en su día, y así te fue”, me dicen mis amigas a coro, en medio del zoco, para quitarle hierro a la cosa. “Al menos cuando vayamos a tu casa nos pondrás algo mejor que las esterillas cutres esas del Ikea”. Ya soy una Preysler en regla, ya puedo recibir como es debido, y eso me pasa por bajarme al moro. El bazar de las maravillas. Sólo me faltan unos Ferrero Rocher en pirámide y seré una señora. Eso, y unas toneladas de bótox.

Primera secuencia: Cinco mujeres en el hamman. “Se vayan despelotando”, imaginamos que nos dice la estricta gobernanta que, embutida en algo parecido a un bañador negro que apenas tapa sus cien arrobas, domina el cotarro de los vapores. “Qué miedo, la tronka esta nos va a gasear”, murmura T.M, pequeñita, pelirroja y con sus microtetas al aire. Las cinco avanzamos en pelotas. Las locales apenas nos observan, pero fijo que ya se han reído de nuestras escaseces carnales. ¿Habéis visto qué ubres tiene aquella, mi madre!!!, murmura M, dándonos codazos. Nos damos la vuelta para reirnos a gusto. Siento que me baja la tensión, ¿castigo de Alá?

Una luchadora de barro con estropajo en la mano me hace señas para que me tumbe en la camilla de mármol. Es la hora del sacrificio. Me tumbo, me empieza a a untar en una melaza parecida a la grasa del motor del coche y se arranca con la manopla a desollarme a conciencia. La jodía no me habla, me hace signos para que mueva el cuerpo. Y va extrayendo unos 200 gramos de pelotillas de mugre que señala triunfante: “Guarra, tanto chanelazo y no te lavas bien”.

Segunda secuencia: Perdidas en la medina. Un marroquí con síndrome de Down se autoproclama nuestro guía y levanta su paraguas para que lo sigamos, a grito pelado. “Ay, madre, que no nos vea nadie conocido”. Salimos corriendo para darle esquinazo. Nos encuentra y, sin enfadarse por el desplante, retoma la comitiva con orgullo. “Lo que nos faltaba, que nos lleve un subnormal”, digo. Y en ese momento me embiste un burro con tal ímpetu que casi me trago al vendedor de las gallinas. Juro no volver a ofender a ningún hijo de Mahoma.

Hora de comer. Mi vida por un cus-cus. Como cinco reinonas, elegimos el palacio. “Qué necesidad tenemos de comer en un bar de tipejillos”. Nos sientan con ceremonia, ponen hilo musical y, en lugar de música para danza del vientre, suena “Alejandro Lerner!!! Es el hijo de la sexóloga más famosa de Argentina, qué ondaaaaaa!”, exclama M., la novia del grupo. Tan ilusionada con el hallazgo que a nadie se le ocurre decir: Vaya horterada. Atacamos las viandas como si fuera la última comida de nuestra vida. Bebemos sin alcohol, nos da la risa floja y brindamos por las despedidas de soltera, por la eterna soltería, por el amor inconcluso y por las bodas, bautizos y comuniones. Ay, Mohamed Hassan, qué bien os lo montáis por estos lares!