Mi querida Big-Bang:
Los quebrantos te quejan el cutis ajado, el alma tiritona y los sesos al jerez. Si rematas la jugada con una noche de insomnio, te conviertes en una papilla grisácea como las que te dan para explorar los malos humores estomacales. Sí, los seres simples viven mejor y conservan la piel lisa. Ese es el secreto de belleza. Ese y el bótox, el relleno hialurónico y todo el protocolo de la eternidad química. Lo que me lleva, magdalena de Proust mediante, al caso de cierta mujer bella, que en su madurez presume de cuerpo de Barbie superstar. Rubia, con las curvas imprescindibles y bien puestas, se acompaña siempre de otra regordeta, desaliñada y muy dada a las sentencias sanchopanzianas.
Añadiré que la bella, en su cincuentena, se acaba de divorciar, pero no habla de ello porque es discreta como una vietnamita. Para largar su despecho está la amiga, la sombra, que dice perlas del tipo “detrás de un gran hombre hay una mujer sorprendida” o “su ex era maricón, que lo sepas”. Que tu ex sea gay cuando has estado media vida a su lado pone a prueba tu sexualidad, imagino, tu capacidad de seducción y tus revolcones a la luz de la luna. Sí, eres una rubia cañón cuyas carnes desafían a la gravedad, pero te has casado con un hombre de sexualidad distraída (así lo diría ella si lo dijese, pero no).
Vaya por delante que considero que cualquier pareja que funciona es una gran pareja. Los motivos por los que nos ligamos a alguien son siempre objeto de diván, y todos valen. Igual que la amiga de la rubia vale como amiga aunque esté diseñada para adularla, soltar los improperios que la otra no se atreve a decir y sujetarle el bolso mientras se toma el café.
Pero siempre hay algo oscuro es las relaciones desiguales. Un poso de mezquindad, una desazón que con los años se va convirtiendo en desprecio y consigue que te resulte repugnante hasta el modo en que el otro desplaza el ratón por la alfombrilla del ordenador. Llegados a ese punto, casi debe ser un alivio descubrir que tu hombre es gay. Porque eso lo explica todo y te aleja de la sombra de la sospecha. No es que con los años te sientas menos deseable, tus planes pasen más por tus hijos y nietos que por ti misma, no acabes de acoplarte al pasillo de tu nuevo adosado en tu nueva ciudad y un día el escote, sin preaviso, dibuje una grieta pequeña, casi imperceptible. Es que te casaste con un ególatra que cuenta chistes sin gracia y se hizo un lifting a la vez que Sofía Loren. Y encima “era maricón”, como te recuerda tu bastón desaliñado y fiel.
Aquí me planto, que luego me lee mi madre y se espeluzna. Por si acaso, mamá, que sepas que el mío era muy machote, pero no me hacía feliz, que no me he chutado rellenos en el escote y que mis amigas son de mi estatura. O puede que más altas, lo que me ayuda a estirar mis afectos, mis virtudes, mis madrugadas al sol.