Confieso que llegué tarde a Camarón. Como a casi todo.

Recuerdo el día que escuché por primera vez “La leyenda del tiempo”. El tiempo va sobre el sueño
hundido hasta los cabellos
/Ayer y mañana comen/ Oscuras flores de duelo
. Aquel poema de Lorca en la voz gimiente y arenosa del gitano de la isla me pareció que se había escrito para que él lo cantara y no al revés. Una adaptación a veces supera al original, lo que me lleva a recordar la película de Abbas KiarostamiCopia certificada“, magnífica. Y a darme cuenta de que a Kiarostami también llegué tarde.

No es de extrañar. Tenía poderosos antecedentes. Mis primeros zapatos de tacón llegaron cuando mis amigas ya tenían uno o dos pares. Los suyos eran afilados de puntera y con la tribanda verdirroja de Gucci, en un tiempo que que las copias no escandalizaban a nadie o al menos yo no era consciente de ello (pero claro, también había llegado tarde a la lectura de los periódicos). Mis tacones, digo,  eran de novicia. Gruesos y de horma nada delicada, pero cumplían su función social. Elevarme cinco centímetros sobre el nivel del mar y ser el salvoconducto imprescindible para formar parte de esa grey implacable y sudorosa que éramos, son, los adolescentes.

Llegué tarde a darme cuenta de que mis últimos taconazos, de Hugo Boss, se los estaba poniendo mi adolescente. Un día me los fui a poner y tenían un rayazo de no menos de seis centímetros que me hizo sospechar. Pero no. Ella no había sido. Ya estaba yo acusándola, como siempre. Mamá no confías en mí, eres lo peor y blablabla. Entonces saqué del interior de los botines la prueba irrefutable: unos calcetines blancos, arrugados y sucios, que la dejaron muda por un instante aunque todavía intentó hacerme creer que sólo se los había puesto “para andar por casa”. 

Llegué tarde, o por lo pelos,  al pase de “Camarón“, ahora recuerdo, en el Festival de San Sebastián de hace unos años. Ese septiembre llovió a mares y mi amiga A. y yo volábamos como dos brujitas con paraguas por el paseo marítimo camino de La Perla. Las olas por todo lo alto. El gin tonic en la mesa de un bar esperando nuestros brindis. Nuestras historias cruzadas. Las risas, el afán, los duelos. Puede que habláramos de la maldición del artista. De la creación como forma de protesta contra el barro entre los dedos de los pies. De esa catapulta de ideas, música, palabras con acordes de guitarra eléctrica. Esa provocación, casi anatema, de La Leyenda del tiempo

Mientras lo escucho una vez más me doy cuenta de que pocas veces llegamos a la hora en punto a las cosas, a las personas, a los retos. Así que, para compensar,  tratamos de llegar a la hora a la oficina, a las citas de amor, a la consulta del médico. Un sucedáneo de oportunidad que nos permite asumir ese precario equilibrio con el tiempo que se nos echa encima mientras vivimos a veces demasiado pronto. A veces, muchas, demasiado tarde. 

(Tarde: al escote palabra de honor, al bogavante,a las Erasmus, al sexo, a Gunter Grass, al lipstick rojo sangre, al jogging, a la cerveza. Pronto: Al matrimonio, la independencia económica, Thomas Mann, las botas de montar, Estambul, el Mac de Aple, la culpa, los subtítulos)