“La gente no se enamoraría nunca si no hubiera oído hablar del amor”. François de la Rochefoucauld

“Y puede que te preguntes: Bien, ¿y cómo he llegado aquí…?
Y puede que te digas:
ésta no es mi bonita casa.
Y puede que te digas:
Ésta no es mi preciosa mujer. Talking Heads.

Nunca había pensado que hubiera libros que me apetecieran sólo por las dedicatorias. En general, los escritores suelen ir del “a mi adorada esposa” al “A mis hijos”, con escasas variaciones. Pareciera que la imaginación hubiera quedado exhausta en la novela y al llegar a la primera página, esa que en teoría es un trámite, dedica el sudor de su frente a los de siempre. A los que se han soportado sus neurosis durante el proceso de escritura.

Pues si no conociera a Jeffrey Eugenides -autor al que descubrí en “Middlesex”, claro-  leería su nueva novela “La trama nupcial” (Anagrama),  sólo por los dos textos que lo encabezan.

Creo que en muchos enamoramientos se sigue un patrón prefijado que no es el de las hormonas. Hay una forma intelectual de enamorarse que te lleva por caminos y veredas poco recomendables. Al final se te van las energías en alimentar un pulso que no es un desmayo, sino una elucubración.

Hay amores literarios, se me ocurre. Ficciones que construimos y alimentamos como quien riega una adelfa en el jardín.

Rochefoucauld sabía que la pasión es una, grande y libre. Y después están los corsés que la contienen y la nombran. Enamorarse con guión es interpretar un papel.

Y luego existe el desaforado sentimiento que uno no controla y que trata de embridar, o de matar, pero no puede. Y de ese no se escribe, porque rompe los hilos de la cordura y se hace relato sólo en la agonía.

Amo los escritores que cuidan cada palabra como si les fuera la vida en ello. Y a los hombres y mujeres que se entregan al amor sin surcos prefijados.

Para todo lo demás, dedicatorias al uso. Sentencias que otros imaginaron. Lugares comunes.