Atención, pregunta:¿Colocan los gays las tazas en el aparador de una manera concreta?

 Mi amigo R. sostiene que sí. Su decorador,  Blai, está obsesionado con que “nadie se da cuenta de que es gay”, y así se lo hace saber a R. cada dos por tres. R, que es muy buena persona, se encoge de hombros y le sigue el rollo, a veces. Y cuando hablamos por teléfono, con cita previa porque son conversaciones largas y los dos somos personas muy ocupadas, me pone al día de sus peripecias con Blai.

-A ver, pásame las fotos de tu casa por si te ha colado algún detalle muy del ambiente que espante a las churris, le pido.
-Uff, espero que no. Ya le he insistido en mi mantra: “quiero que las tías se mueran por entrar pero no por salir”·
-¿Te ha puesto sábanas negras en la cama?, inquiero.
-No, ¿por qué?
-¿Y a Barbra Streisand a todo trapo cuando enciendes el DVD?

Cuando menos te lo esperas se te escapa un tópico sobre los maricones (así se llaman a sí mismos algunos de los que me rodean). Y entonces te enteras de que el ministro Wert, el de la educación, ha decidido cargarse el capítulo correspondiente a la cosa homosexual de la asignatura de Educación para la ciudadanía. Iniciativa muy loable porque así nuestros hijos seguirán hablando de oídas y perpetuarán leyendas urbanas del tipo que todos los gays adoran a sus madres, todos tienen casas Bauhaus, todos mueven el culito como locas en la fiesta del orgullo, todos son peluqueros y… todos colocan las tazas delicada y geométricamente en la alacena.

Mi hermana es maestra, como buena parta de mi familia. Le pregunto qué les cuenta a los niños de su pueblo de Extremadura en la diabólica asignatura de marras. Me dice que el otro día se trató de las nuevas familias. “Yo les expliqué que las hay clásicas, de papá y mamá con hijos, reconstituidas -donde papá aporta unos niños y papá otros- monoparentales, de dos papás, de dos mamás… Y en esto que levanta un niño la mano y suelta: “Esas son las mejores, porque seguro que la cena está siempre lista”.

 Lo mejor de los lugares comunes sobre quienes aman a los de su sexo es que siempre hay alguien que gana la partida. Un gay listo como él solo que, por ejemplo, consigue el certificado de idoneidad para adoptar en un país que jamás daría niños a un soltero y mucho menos a un homosexual. “La psicóloga se ha enamorado de mí, cree que soy el típico hombre de orden y que seré un gran padre”. Mi amigo P. será un gran padre, desde luego, y también lo será su pareja quien, sin embargo, no puede embarcarse en los trámites de adopción porque aún se considera que la familia más robusta y protectora es la formada por padre y madre. Y así querrá el ministro Wert que se cuente en Educación para la ciudadanía, en su versión mutilada.

Anoche vi por primera vez un capítulo de la serie Modern Family y me lo pasé bomba. Además del histrión cañí de esa maciza llamada Sofía Vergara (a la que no le haría ascos aunque me considere heterosexual por el momento), las peripecias de las tres familias, esa estética pretendidamente cutre y el humor inteligente e irónico que respira, me di cuenta de lo que realmente me había gustado: todos los modelos de familia -convencional, gay y reconstituida, transpiran imperfección, debilidades y también heroísmo a partes iguales. Todos los tópicos se vapulean, se juega con ellos un partido de beísbol y se dejan caer desordenadamente sobre el césped siempre perfecto del made in America.

Me acosté pensando que debo llamar a R. para comentar esta serie que, por lo que a mí respecta, verán mis Chukis quiera o no quiera el señor Wert. La encuentro alta y gloriosamente educativa.